Con el tiempo, las experiencias dejaron marcas que no supe reconocer de inmediato.
Uno aprende a normalizar lo que ve todos los días, incluso cuando algo adentro duele.
Crecí pensando que mi cuerpo no me pertenecía del todo, que cualquiera podía opinar, mirar o tocar, porque así había sido desde siempre. La vergüenza se convirtió en un hábito silencioso.
De niño no entendés que eso es violencia. Lo interpretás como algo inevitable, como una costumbre familiar que simplemente hay que aceptar. Pero el cuerpo recuerda. Y cuando la mente empieza a crecer, aparecen las dudas, los miedos y la sensación de haber perdido algo que no sabés bien qué era, hasta que entendés que era tu inocencia.
Vivir en un entorno hipersexualizado te obliga a madurar en la dirección equivocada.
Te acostumbra a que tu valor esté ligado a lo que mostrás, a cómo te ven, a cómo respondes a expectativas que nunca pediste. La mirada ajena se vuelve un espejo deformado, donde te buscás constantemente para saber quién sos y nunca te encontrás.
De adulto, esas marcas aparecen en la forma de amar, en la forma de poner límites, en cómo confiás —o no confiás— en los demás. Aprender a diferenciar lo que fue normalizado de lo que fue injusto es un proceso lento, a veces doloroso, pero necesario para volver a sentir que tu vida y tu cuerpo son tuyos.
Mi primera casa era hermosa.
Tenía un patio lleno de vida, con perritos que corrían detrás de mí y una tortuga que caminaba entre las macetas como si fuera la dueña del mundo. Ahí todavía existía la inocencia. Ahí todavía era niño.
Después nos mudamos.
La nueva casa era un mundo distinto: paredes sin pintar, habitaciones a medio terminar y, sobre todo, sin puertas que pudieran cerrar el mundo afuera. Diez personas compartíamos un solo baño. No había privacidad. No había mi lugar.
Todo se escuchaba. Todo.
Las risas, las peleas, los llantos. Y también esas otras cosas que un niño no debería escuchar. Crecer así, en un espacio sin refugio, me hizo sentir que el mundo siempre estaba encima de mí. Que mi vida no era mía, que no tenía dónde esconderme ni cómo protegerme.
Sin privacidad, sin silencio, sin un rincón donde poder cerrar los ojos sin miedo. Esa falta de espacio propio no era solo física; era emocional. Mi cabeza nunca podía descansar, siempre alerta, siempre invadida.
En esa casa, lo sexual lo cubría todo, como una neblina espesa.
Los chistes eran sexuales.
Los insultos eran sexuales.
Incluso los consejos venían teñidos de sexualidad:
Si te pasa eso es porque sos un pajero.
Mirá cómo estás, ya parecés un lechudo.
Yo era un niño. Pero aprendí que mi cuerpo era motivo de risa antes que de abrazo.
Un día, mi abuelo me tocó para ver si “había crecido”. Todos rieron. Yo me quedé quieto, inmóvil, como si mi cuerpo se hubiera evaporado y solo quedara el eco de mi vergüenza. No lloré, no dije nada. Era más fácil ser una sombra que un niño. Recién de grande, en terapia, entendí que esa risa había sido una forma de traición. No porque alguien quisiera hacerme daño de manera consciente, sino porque en esa casa nadie sabía cuidar la inocencia.
Vivir así te roba la inocencia sin que lo notes. Te enseña que la intimidad no existe, que el afecto y la vergüenza están enredados, que tu cuerpo es público. Crecí sintiendo que algo estaba mal, pero sin palabras para nombrarlo. Con el tiempo, la confusión se volvió ansiedad, y la ansiedad se convirtió en una sombra constante.
En la adolescencia, la sexualidad era un péndulo roto.
A veces, un deseo intenso, voraz.
A veces, nada. Vacío total.
Nunca paz. Nunca un disfrute tranquilo. Siempre la sensación de estar haciendo algo prohibido, sucio. Siempre cargando con una culpa que no era mía. De adulto, esa herida sigue hablando. Habla en la desconfianza. En la dependencia emocional. En el miedo a que el afecto y el sexo nunca puedan separarse. En la sospecha de que si alguien me quiere, tarde o temprano va a dejar de hacerlo.
Lo que más duele de crecer en un hogar hipersexualizado no es solo perder la inocencia. Es aprender, sin quererlo, a desconfiar de uno mismo. A vivir con la sensación de que tu propio cuerpo es ajeno. A que el amor siempre huela un poco a vergüenza.
Si pudiera hablarle al niño que fui, o a cualquier niño que vive así, le diría:
-Tu familia no siempre es tu refugio.
-No dejes que te roben el futuro.
-Aléjate, aunque duela. La paz vale más que cualquier apellido.
Porque sobrevivir, a veces, significa irse.
Y quedarse, muchas veces, es dejar que te quiten lo único que es tuyo: vos mismo.
Si te gustó este post, considera invitarle un cafecito al escritor
Comprar un cafecitoRecomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión