Herencia de sombras

Nací bajo un sol extranjero, con un apellido

que mi madre pronunciaba a medias,

como si al hacerlo me recordara a él—

el hombre que se fue temprano,

dejando su idioma en mis huesos.

Después vino el otro, con su olor a cigarrillo rancio,

sus manos que no distinguían entre carne y miedo.

Las noches eran largas, mis hermanas lloraban en los rincones

y mi madre, temblorosa, se aferraba a su silencio

como a un rosario gastado.

Escapé. Crucé campos y ciudades,

construí un nombre sin pasado, un techo sin sombras.

Me casé con un hombre de risa fácil,

tuvimos hijos que miraban el mundo sin sospecha.

Pero la locura viaja en la sangre,

como un río que no conoce desvíos.

Las voces llegaban en ráfagas, arrastraban mis sueños,

mi esposo aprendió a ignorarme, mis hijos a temerme.

Las manos me temblaban, la rabia crecía,

la piel se volvía vidrio y se quebraba al tacto.

Todo lo que toqué se manchó de mí.

Él se fue, un día cualquiera,

dejando su ropa en el armario,

pero vaciando las paredes de su sombra.

Me enteré después: había otra,

otra casa, otros hijos.

Lo acepté como se acepta la fiebre,

con resignación y delirio.

Luego vinieron ellos,

tan pequeños, tan nuevos,

con sus manos sin culpa y sus risas sin grietas.

Los nietos me devolvieron algo que creía perdido.

Les conté historias, los senté en mi regazo,

les mostré cómo el sol aún puede calentar la piel

sin quemarla.

Pero el cuerpo tiene memoria:

las piernas se abrieron como heridas viejas,

la espalda se dobló bajo el peso de todo lo que fui.

Los días se acortaron, las noches se hicieron largas otra vez.

Olvidé los nombres, las fechas,

olvidé incluso los rostros, pero no el amor.

Ese quedó, último refugio, última luz.

Me convertí en un murmullo, en un eco sin cuerpo,

hasta que un día, sin ruido, me apagué,

en sus manos, en sus risas, en la única paz que conocí.