Es casi de noche. El sol ya se ha hundido detrás de las casas bajas del barrio, igual que la gente que se encierra temprano, como si intuyeran algo que yo todavía no comprendo. El aire está inmóvil, cargado, y el silencio tiene un peso raro, espeso, como si fuera algo tangible que podría tocar con los dedos. Siento la piel erizarse bajo la camiseta fina que llevo. Papá no está. Se fue como siempre, a trabajar, aunque a veces dudo que sea solo eso lo que hace allá afuera. No me cuenta nada, pero a veces vuelve tarde, con un olor extraño, como si trajera consigo algo más que el cansancio. Esta vez es diferente. Ni siquiera se llevó su maletín.
Lo vi salir mirando de reojo los rincones oscuros de la casa, esos que siempre parecen más profundos cuando el sol desaparece. Yo también miro, y me pregunto si papá ve lo mismo que yo: esos lugares vacíos que parecen tener ojos, algo que espera en las sombras. No se mueve, pero lo siento, respira conmigo. A veces pienso que, si me acerco lo suficiente, va a estirarse y tocarme, como si quisiera recordarme que está ahí. Como si me desafiara a prestarle atención.
Papá me dijo que no abriera la puerta, bajo ninguna circunstancia, aunque escuche su voz del otro lado. “No soy yo”, me susurró antes de irse, y sus ojos parecían más grandes de lo normal, llenos de algo que podría ser miedo. Pero papá no tiene miedo, nunca lo vi asustado. Hasta hoy.
Afuera, los ruidos empezaron hace un rato. Pasos pequeños, apenas perceptibles, como si alguien o algo caminara descalzo por la calle. No se escuchan fuertes, pero los siento igual que el peso del silencio. Están cerca. Tan cerca que casi puedo imaginarlos justo al borde de la puerta, esperando a que cometa un error.
Cuando era más chica, mamá me contaba historias de vampiros. No eran los vampiros del cine, ni esos que aparecen en los cuentos que leíamos en la escuela. Mamá decía que los vampiros de verdad no chupan sangre, ni tienen colmillos largos; los vampiros de verdad se esconden en la piel de las personas. Y cuando te das cuenta de quiénes son, ya es demasiado tarde. Me lo dijo con una sonrisa que no parecía de miedo, sino de lástima. Yo no lo entendí en ese momento. No entendí nada, hasta que mamá desapareció.
Papá también empezó a cambiar. Cuando vuelve de sus largas caminatas, no huele a cigarro ni a alcohol. Huele a algo peor. A podrido. Como si trajera el olor de algo muerto y lo dejara en cada rincón de la casa. Un día le pregunté por qué sus manos temblaban tanto, y solo me dijo que tenía frío. Pero acá nunca hace frío.
Esta mañana, lo vi hablar con un hombre en la esquina. El tipo era raro, muy alto y tan pálido que parecía brillar bajo el sol, como si su piel fuera de otro mundo. No pude ver bien su cara, pero sus manos me inquietaron, eran demasiado largas, y sostenían algo que papá tomó sin decir palabra. Cuando se fue, lo vi caminar más rápido, como si quisiera alejarse de ese hombre, pero lo que no sabe es que no puede. Lo que ese hombre le dio no se puede escapar tan fácil.
Hace un tiempo noté las sombras. Las sombras detrás de los árboles que bordean la cuadra, las que se mueven cuando no hay viento. Las sombras que parecen observar, que se estiran, que rodean las paredes de mi casa como si estuvieran buscando una entrada. No son sombras comunes. Son los vampiros de los que hablaba mamá. Los mismos que cambiaron a papá.
Ahora golpean la puerta. Los golpes son sordos, como si alguien estuviera probando la fuerza de la madera, pero sé que están ahí. Sé que esperan que abra. No lo voy a hacer. Me arrastro hasta el sillón amarillo, el que está casi en ruinas, y me escondo detrás. Desde ahí veo la puerta temblar. El sonido es más fuerte.
Mi papá no es el mismo, y esos vampiros están cerca. Pero no son los de las películas. No tienen capas ni se transforman en murciélagos. Estos vampiros se disfrazan de gente común, de vecinos, de conocidos. Se meten en las casas, en los cuerpos. Lo peor es que lo hacen de a poco, como si no quisieran que lo notáramos hasta que ya es tarde. Yo lo vi, vi cuando le dieron esa cosa a papá. Polvo ceniciento. No sé qué era, pero desde ese día, mi papá desapareció.
Los golpes en la puerta ahora son más fuertes. Casi puedo sentir el temblor en el suelo, como si algo con demasiada fuerza quisiera entrar. Me agazapo más detrás del sillón, pero sé que pueden verme. Ellos siempre ven. Saben cuándo estamos solos, cuándo somos vulnerables.
La puerta se abre. No lo escuché, pero ahora está abierta y lo veo. No es papá. Es uno de ellos. La sombra en la entrada sonríe, pero es una sonrisa que no tiene nada humano. Sus ojos brillan en la oscuridad y siento el frío que trae consigo. No hay tiempo. No tengo tiempo de hacer nada.
Me agarran. Sus manos son huesudas, frías, como si la muerte me hubiera encontrado, pero no siento miedo. Solo el vacío que dejan. Me dicen cosas que no entiendo. Y no importa, porque ya nada importa.
Me llevan. Afuera, la noche es más densa de lo que recordaba, y entonces lo sé: los vampiros no solo roban vidas. También roban el miedo.
Y yo ya no tengo miedo. Ya no tengo nada.
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¡Hola!🤍 ¿Cómo están? Les comparto un borrador que escribí hace un tiempo. Actualmente tengo un bloqueo y no se me ocurre qué escribir. 🤹🏻♀️ ¿Algún consejito?
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