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Hay un dragon.

Abr 8, 2025

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Hay un dragon.
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Desde el comienzo, él no era solo un niño: era un pequeño huevo de dragón. Silencioso, frágil, olvidado entre los pastizales. Un cascarón que contenía un fuego suave, apenas un latido de lo que sería. Nadie lo notaba, pero dentro, ya soñaba con volar.

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El sol caía sobre el pasto, tiñéndolo de reflejos dorados. Un niño corría descalzo, sintiendo el suelo tibio bajo sus pies. Su risa era liviana, sin peso, sin miedo. En su mundo no había relojes, ni prisa, ni preocupaciones. Solo el instante eterno del juego, de la curiosidad inagotable, del asombro por las formas de las nubes.

Dicen que la infancia es un país lejano del que todos venimos, pero del que pocos recuerdan el camino de regreso. Jean Piaget habló del desarrollo cognitivo, de cómo la mente infantil absorbe el mundo sin filtros, con una magia innata que se disuelve con el tiempo. Con cada pregunta respondida, algo de ese misterio se desvanece. Con cada caída, una certeza inocente se quiebra.

Y fue así como, sin darse cuenta, el cascarón se agrietó. No fue un momento preciso, sino una serie de grietas pequeñas: una ausencia que dolía, una promesa que no se cumplió, una noche sin abrazo. El niño, como un dragón aún sin alas, empezó a conocer el peso de existir.

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El niño creció. Su risa se hizo más cautelosa, sus pasos más medidos. Aprendió que no todas las historias tienen finales felices, que algunas preguntas duelen, que el mundo no siempre es justo. Y entonces, como dijo Carl Jung, el niño interior comenzó a esconderse. Pero nunca desapareció del todo.

A veces, entre sueños, escucha su propia risa de antaño, recordándole que sigue allí. Que el ciclo de la vida no es solo crecer y olvidar, sino también recordar y reconstruir. Que la inocencia no tiene que ser enterrada, sino transformada en sabiduría, en una fuerza sutil que nos mantiene vivos.

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Hay pocas cosas que no se perdonan en la vida, y ser un mal padre es una de esas. Porque estar ausente, a veces, es mejor. Porque un niño que crece sin abrazos, sin palabras, sin explicaciones, guarda un silencio que le pesa en la espalda. Pero aún así, hay madres que lo dan todo. Que se convierten en rocas, en alas, en fuegos que abrigan. Y hermanas que acompañan el vuelo torpe, que sanan con juegos o palabras sencillas.

Con el tiempo, el dragón aprendió a volar. Pero no fue un vuelo limpio. Primero arrastró sus alas por el barro, se cayó, dudó, se lastimó. Probó caminos que no eran suyos, buscó amor donde no lo había, se dejó llevar por sombras. Vivió excesos, vacíos, confusión. La tristeza, la ansiedad, la sensación de estar perdiendo el tiempo, lo acosaban como tormentas internas. Perdió amigos, abuelos, partes de sí.

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Pero siguió. Escribió, cantó, dibujó. No siempre para sanar, a veces solo para escapar. Pero eso también es parte de volar. Porque no todo lo que tiene vida vive, ni todo lo que muere ha muerto. Porque los que sueñan son felices hasta el fin.

Y en algún momento, mirando el cielo, entendió que él era ese dragón. Que no había nacido para esconderse, sino para incendiar de sentido todo lo que tocaba. Que el vuelo no era perfecto, pero era suyo.

Así como el río que corre sin saber si llegará al mar, así como el huevo que no entiende qué hay más allá del cascarón, así el niño vivió. Y el dragón voló.

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Marcelo Bebyh

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