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Hay que mirar un poco mas para abajo.

Jun 21, 2025

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Hay que mirar un poco mas para abajo.
Nuevo concurso literario en quaderno

Hay que mirar un poco más para abajo.

No por lástima, ni por ternura impostada.

Sino porque ahí, justo ahí, a los pies del mundo adulto que corre sin pausa, están ellos.

Los niños.

Mirando hacia arriba, todo el tiempo.

Atentos.

Observando cómo se vive, cómo se responde, cómo se ama o cómo se huye.

Y lo hacen sin juzgar, porque no conocen aún la crítica. Solo conocen el aprendizaje.

Aprenden lo que ven, no lo que les decimos. Aprenden lo que somos, incluso cuando no queremos enseñar nada.

No están mirando al mundo para evaluarlo, están mirándolo para entender cómo ser parte de él.

Un gesto, una respuesta, un tono de voz. Todo queda grabado. Todo se convierte en modelo. Porque en la infancia no hay neutralidad: cada adulto es un referente, incluso sin quererlo.

Pero el mundo hace rato que dejó de ser un lugar amable para la infancia.

Hoy ser niño en un espacio público es casi un acto de rebeldía.

Molestan, interrumpen, lloran, gritan. Y la mirada adulta, cada vez más, se llena de fastidio.

“Que lo callen.”

“Que lo saquen de acá.”

“Que se eduque.”

Como si el hecho de ser niño fuera, en sí mismo, una falta de respeto.

¿Qué tan poco amor habrá recibido una persona para que le moleste que un niño sea un niño?

¿Qué le habrán dicho tantas veces para que hoy no tolere la espontaneidad, la vulnerabilidad, el caos necesario de quien está aprendiendo a ser?

Y sí, los niños son espejos. A veces incómodos.

Ese niño que no para de moverse, que desafía los límites, que grita sin filtro, es un eco deformado del mundo adulto que lo rodea.

Si ese niño es insoportable, puede que no lo sea por él, sino porque un poco todos lo somos.

Porque lo criamos entre gritos, celulares, ausencias, culpas y sobrecargas.

Porque nadie lo escuchó lo suficiente.

Porque nadie lo miró con la calma que se necesita para que un niño entienda qué es el amor.

Nos volvimos impacientes.

Nos volvimos fríos.

Nos volvimos personas a las que les molesta cualquier otra persona.

Y si ni siquiera toleramos a un niño, entonces algo está profundamente dañado.

Tal vez estamos tan hartos de nosotros mismos que ya no soportamos ver en ellos nuestras propias contradicciones.

Y ese reflejo crudo, honesto, sin filtros, nos irrita más que cualquier grito.

A veces creemos que no es nuestra responsabilidad. Que ese niño tiene padres, una familia, un entorno que se debe hacer cargo.

Y en parte es cierto.

No se trata de educar al hijo de otro, de tomar roles que no nos corresponden.

Pero sí se trata de entender que cada niño es parte del tejido social al que pertenecemos.

Y que todos somos piezas del entorno emocional, simbólico y humano en el que crece.

Un gesto, una palabra, un límite claro pero amoroso, puede ser la diferencia entre que ese niño se sienta contenido o se pierda un poco más.

Una maestra puede ser la imagen materna que no estuvo.

Un vecino puede ser la primera persona que lo mire con paciencia.

Un entrenador puede ser el primer adulto que le diga “yo creo en vos”.

Y eso no es teoría. Es experiencia cotidiana.

El desarrollo emocional de un niño no se da solo en casa, ni solo en la escuela, ni solo en terapia.

Se da en la plaza, en la fila del supermercado, en un colectivo, en una conversación cruzada en la calle.

El entorno moldea. La sociedad educa. Lo social no es decorado: es estructura.

Cuando un niño crece rodeado de lenguaje afectivo, de palabras que lo nombran con cariño, de miradas que lo validan, su cerebro florece distinto.

Comprende mejor. Se regula mejor. Se vincula mejor.

Y cuando crece en la indiferencia, en el maltrato cotidiano, en el juicio constante, también aprende.

Solo que aprende a defenderse, a tensarse, a desconfiar.

Y eso también lo llevará consigo toda la vida.

Lo que somos hoy, para bien o para mal, es gracias a quienes nos rodearon cuando éramos niños.

Y lo que ellos serán mañana, depende, en parte, de lo que seamos nosotros hoy.

Por eso, hay que mirar un poco más para abajo.

No con superioridad. No con corrección política.

Con presencia. Con humanidad. Con humildad.

Porque si seguimos creyendo que no es asunto nuestro, si seguimos evitando el contacto, si seguimos fastidiándonos por la existencia del otro, vamos a terminar construyendo un mundo donde ni siquiera podamos mirarnos a los ojos.

Y los niños no merecen eso.

Nosotros tampoco.

Porque el futuro no se construye en soledad.

Se construye entre todos.

Incluso entre los más insoportables.

Incluso entre los que no sabemos por dónde empezar.

Incluso entre los que olvidamos mirar para abajo, pero todavía estamos a tiempo de hacerlo.

Marcelo Bebyh

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