mobile isologo
    buscar...
    Empieza a escribir gratis en quaderno

    Ya no era consciente del tiempo. Nunca lo había sido realmente, pero esta vez era diferente.

    Antes se había vanagloriado bajo la luz dorada del sol, y había brindado bajo la caricia plateada de la luna. Había nadado en el río durante los veranos, y se había refugiado en el calor del fuego durante los inviernos. Había escuchado el llanto de un recién nacido, había acompañado el último suspiro de un anciano que todavia rogaba por la piedad del Padre.

    Ya no tenía nada de eso.

    Encadenado y tirado en el pozo más profundo, donde la luz nunca lo alcanzaba, no tenía nada con lo que medir el tiempo, más que números sueltos en su cabeza que carecían de sentido y el hambre que corroía su estómago, su esófago, su lengua.

    Nunca antes había sentido hambre.

    Siempre había deleitado su paladar con los manjares de su Padre, siempre había llenado su vientre con lo que le apeteciera. Sus hermanos se había quejado de ello, pero su respuesta siempre había sido la misma: si Padre no quisiera que lo disfrutáramos, ¿para qué crearía tantos alimentos sabrosos? ¿Por qué les daría manzanas y trigo, uvas para el vino? ¿Para qué les daría banquetes todos los días, para gozar junto al resto de las huestes celestiales?

    Nunca había conocido el hambre hasta que fue arrojado al abismo.

    Era atroz, como gusanos carcomiendo cada trozo de su interior, produciendo calambres y ansiedad con cada minuto que no se apagaban con el agua oscura y barrosa que alcanzaba a beber, gotas que se deslizaban a veces de lo más alto. Su cuerpo se marchitaba con cada súplica de migajas, mientras se rebelaba y exigía en sus ojos, como alucinanciones, al menos un mísero trozo de pan.

    No había nada allí para comer. Solo piedra sólida, humo de un azufre que nunca alcanzaba a ver y agua sucia de un mundo al que ya no pertenecía.

    Deseaba estar muerto. Deseaba comer su propio estómago.

    Qué dificil medir el tiempo cuando tienes hambre.

    Un hombre estaba parado frente a él.

    No lo reconocía. ¿Era de los suyos? ¿Era humano? ¿Era ángel? ¿Era demonio? ¿Era otro esclavo del hambre?

    ¿Cómo podría saberlo, cuando su estómago pequeño y vacío ansiaba probar...?

    Si Padre no hubiese querido que se deleitaran con los más sabrosos platos, no debería haber creado tan deliciosos alimentos.

    Sus cadenas no lo detuvieron, gastadas y corroídas por el tiempo indefinible. El hombre se había acercado lo suficiente a él para escupir su rostro.

    Salto sobre aquel hijo del Padre, sobre aquel que solo se burlaba de su miseria, y le arrancó la garganta con los dientes amarillos.

    Probó la carne, probó la sangre.

    El mejor vino, el mejor banquete.

    Otro hombre, un demonio por su aura y porte, vino a liberarlo tiempo después. Lo encontró aún royendo y lamiendo huesos sin carne ni ligamentos, aún con hambre, aún sin poder medir al tiempo inclemente que corroía y consumía.

    Le sonrió, como si estuviera conforme con lo que había encontrado.

    – Ven conmigo, hermano. Donde vivo hay comida en abundancia, hay seda y joyas. Hay música y placer.

    – ¿Habrá comida tan buena como la última con la que calmé mi hambre? ¿Habrá vino tan bueno como el que drené de estos huesos?

    – Y aún mejor, hermano. Así que ven. Y se libre.

    Rompió sus cadenas con facilidad, fuerte por su última comida.

    Y salió del abismo.

    Carolina Pereyra

    Comentarios

    No hay comentarios todavía, sé el primero!

    Debes iniciar sesión para comentar

    Iniciar sesión