Me ha apetecido no levantarme de la cama. Dormir hasta tarde contigo en mis brazos. Apretándote hacia mi cuerpo y hundirme en el aroma de tu cuello y en los mechones de tu cabello. Y ahora sé que a ti también te ha apetecido lo mismo, porque me devuelves el mismo agarre y tomas mi rostro entre tus manos para cubrirlo con besos, dejando en cada rincón el rastro húmedo de tu saliva, como si quisieras marcarme de eternidad. Y me preguntas, con esa calma tuya, que se entrelaza entre el deseo y la ternura, qué me gustaría desayunar, justo cuando el sol amenaza con colocarse en el poniente, y entre besos y chistes descubro otra vez que llevas contigo la risa más divina y contagiosa, esa que convierte cualquier instante en acontecimiento. Siempre he creído que tu nerviosismo, esa manera de bajar la mirada cuando mis ojos buscan en los tuyos una imagen que guardar para la eternidad, es la fragilidad más hermosa que me has regalado, pues me desarma con honestidad que ninguna palabra podría igualar. Y cuando finalmente, después de tanto demorarnos con la dulzura del abrazo, nos ha apetecido salir de tu cama, y ahora te he de observar en tu cocina, desplegando con naturalidad todos los ingredientes pensados para sorprenderme con uno de tus sazones peculiares. En ese instante siento con claridad una gratitud profunda, como si toda mi vida encontrara sentido en la visión de tu cuerpo moviéndose entre cazuelas y platos. Y siempre intento tenderte mi ayuda, pero recalcas con firmeza que en tu casa las reglas son tuyas, y aunque considero que los actos de servicio van a la par, terminas convenciéndome con la fuerza de tu lógica y la suavidad de tu cariño. Pienso entonces en nuestros 20s, en esa juventud que nos acompaña como una llama obstinada, y entiendo por qué tantas parejas deciden casarse en esta edad temprana: porque es en la cotidianidad de estos espacios donde el amor se manifiesta más puro, y no resulta descabellado imaginar una vida entera sostenida en la sencillez de lo compartido. Qué naturalidad hay en mí para hablar de esto con cierta modestia, pero es que te miro, nos miro, y no me molesta que de la simplicidad de estos gestos se trate toda nuestra existencia, pues hay en ellos una verdad que trasciende lo ordinario. Y sueño despierto con nuestro hogar, y allí soy yo quien te consiente en libertad y devoción hacia ti. Allí en donde, infinitamente, se hallan un montón de cosas más por apetecernos.
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