Habré perdido la guerra

Estoy en la cocina.

Alguien grita. No soy yo.

Porque si grito, entonces

confirmo ser el problema.

Porque si hablo, interrumpo.

Porque si lloro, exagero.

Dime, entonces, ¿qué hago con el temblor,

con el dolor en la garganta y en el corazón?

Escribo.

Escribo porque entre las letras es el único lugar

donde mi voz no se pierde,

donde no soy silenciada, como es frecuente.

Ya no sueño con ganar la guerra,

solo con una tregua que me permita

habitarme con dignidad,

verme con los mismos ojos

de ternura y claridad

con los que miro a los demás.

Me cansé de perderme,

de gritar en un idioma que nadie

quiso aprender para comprenderme.

De contar historias a solas,

que solo piden justicia, amor...

y algunas de tus horas.

Me cansé de mi villanía inventada,

de este campo de guerra,

de tanta tierra minada;

donde siempre salgo herida

por sentir demasiado

en un mundo completamente anesteciado.

Y, sin embargo, aquí sigo:

con los brazos abiertos

y sin chaleco antibalas,

esperando que algún día,

con tu reconocimiento y palabras,

poder sentirme realmente valorada.

Odio que me griten.

Odio ser siempre la errada.

Ser la raíz del problema,

a sabiendas de que

solo por mi mano

puedo ser erradicada.

Así que mírame. Tenme piedad.

Solo busco un lugar donde existir,

sin tener que explicar.

Donde mi nombre no sea

sinónimo de caos,

sino la más bella forma de amar.

Si me aprecias,

aunque sea un poco,

tenme paciencia.

Y aunque sea mentira,

dímelo. Dímelo, por favor.

Dime que soy de valor.

No algún día.

No si cambio.

Ahora. Ya.

Aunque me lo nieguen.

Aunque yo misma lo dude.

Solo dímelo y ya.

Respiro profundo.

Sigo en la cocina.

Alguien grita, pero no soy yo.

No duele el golpe

sobre lo ya cortado.

No me sorprende tu versión.

Porque sé que el día que oiga

de tus dulces labios

un argumento en mi favor,

significará que he perdido la guerra

y de piedra y tierra

se volvió mi corazón.