Habitarse entre comas y otros naufragios

Hoy desperté en desacuerdo conmigo. Me había dejado una nota junto al espejo —la letra era mía, pero el pensamiento no— donde decía que debía terminar con todo: esa costumbre de seguir hablando cuando el silencio ya había dicho suficiente, ese amor que se alarga como sombra de árbol viejo, esa manía de no cerrar puertas sino dejarlas entornadas, por si la nostalgia decide volver con frío.

Intenté obedecerme, lo juro. Caminé hacia el punto final con paso firme, pero me tropecé con una coma. Las comas, esas trampas blandas que detienen lo inevitable, me susurraron: “¿Y si esperamos un poco más?”. Y esperé. Siempre espero.

Sé que hay quienes creen que me ahogo en vasos de agua, pero es que el agua tiene memoria, y yo, terco náufrago de mí mismo, colecciono tormentas en recipientes pequeños. Me gusta exagerar lo invisible, darle importancia al gesto mínimo, a la contradicción que se asoma como sombra entre luces perfectas.

Vivimos en vitrinas, con sonrisas de catálogo y mentes photoshop. Pero yo, qué querés que te diga, prefiero mostrarme arrugado, contradictorio, con pensamientos que se pelean entre ellos mientras yo los miro como un padre resignado.

Hoy volví a escribirme otra nota. Decía: “No te creas todo lo que pensás. A veces no eres tú, es el eco”.