En los pasillos del Instituto siempre resuenan guitarras. Detrás de ese sonido, en su espectro, hay pianos y contrabajos en salones mal acustizados, y alguna soprano vocalizando mucho más agudo de lo necesario. La gente de Letras viene seguido para acá, para pasar el rato del almuerzo escuchando música en vivo de ensayos espontáneos. Después desaparecen sin dejar rastro hasta que ocurra alguna peña y puedan mezclarse entre nosotros, y seamos todos los incomprendidos de Humanidades. Ya no vengo más a las peñas.
En verano, el chillido de las chicharras, los gritos de la construcción y los mosquitos de la reserva entran por las ventanas eternamente abiertas. Los 50 pibes que cursan Historia I se arremolinan contra un costado del salón, esquivando el sol del atardecer y buscando el roce contra cualquier compañero que pueda pasar un mate. Desde el frente del aula, sentada en el escritorio pasando diapositivas, se podían ver suceder cosas muy interesantes.
En la planta baja el pizarrón anuncia venta de pianos, búsqueda de integrantes para bandas de rock y orquestas independientes y clases de alemán. La mesita de franja morada, triste y sola, hoy no cuenta con ningún militante. Oigo una risa desde la cocina en el primer piso; alguien canta un chamamé mientras calienta agua. Creo que tardé 3 años en conocer esa cocina; sé que tardé 5 en acercarme a Alumnado y que me dijeran “vos sos ingresante, ¿no?”
Levanto uno de los pósters de audiciones para un coro, pego detrás un sticker con un dibujo mío, y me voy a Bioquímica a buscar a mi hermana.
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