Y fue entonces cuando el alma, agobiada de carne y memoria, habló sin labios: «¿Dónde se arranca lo que no se ve? ¿Cómo se desprende el aliento que se ha tejido entre hueso y pecado?»
El cuerpo ya no era abrigo, sino jaula. Pesaba como un hábito empapado en culpa, el pecho dolía con la insistencia de un rezo maldito, las manos, temblorosas, recordaban cada caricia negada y los ojos . . . ah, los ojos habían visto tanto, que ya no distinguían la luz del recuerdo.
La boca, clausurada por años de silencios, era un templo seco donde los cirios ya no alumbraban.
No había guía, ningún pergamino lo anunciaba. El Nombre, el propio, había sido pronunciado por tantos labios sin fe, que ya no le pertenecía. Desgastaron su apelativo entre promesas de amores muertos y letanías falsas.
Pero hay un rito, oculto entre sombras. Un procedimiento de los que desean nacer sin alma, o al menos dormir sin ella.
Primero: Debía beber las lágrimas.
No cualquier lágrima: solo las recolectadas durante siete noches de insomnio, lágrimas negras, cargadas de palabras nunca dichas. Debían beberse de una copa cóncava, hecha con las manos juntas, como quien bebe de sí mismo.
Segundo: debía esperar.
El cuerpo comenzaría a deshacerse lentamente, no como la carne que se pudre, sino como el velo que cae en un templo derruido.
Los órganos, sabios en su rebeldía, buscarían escapar: el intestino enroscado como serpiente, el hígado silente como un traidor, los pulmones alzándose como alas que jamás aprendieron a volar.
Entonces debía escupirlos, uno a uno, como quien confiesa sin palabras.
La piel vendría después.
No se arranca, no se corta, se deja ir debe desprenderse como quien renuncia al deseo.
Debe caer como caen las promesas rotas: en silencio, sin testigos.
La carne suelta debía ser recogida con cuidado, como reliquias de un mártir olvidado y el corazón debía presentarse en un plato, no de oro, no de plata: de cerámica blanca, como la inocencia que nunca se tuvo.
Debía guardarse en la nevera, no para conservarlo, sino para olvidar que aún existe.
El silencio venía después, un silencio espeso, devoto.
La oración debía hacerse sin palabras, con el cuerpo en posición fetal, como quien vuelve al vientre de Dios para no ser reconocido.
El sueño era obligatorio: no descanso, sino letargo sagrado.
El cerebro, aún tibio, debía dejarse sobre la mesa de noche, sumergido en una fuente con las lágrimas restantes.
(Allí flotaría, como una hostia profanada)
Los demás restos —lo que el cuerpo ya no quería— podían guardarse para otro ritual o desecharse en la próxima recolección.
Si alguien se atrevía a llamar exageración a este acto, bastaba con esperar a que la agonía hiciera nido en su vientre, porque cuando el fuego le ascendiera por la espina y con las uñas rasgara su propia piel en busca de algo que no existe, entonces —y solo entonces— sabría lo que significa extirparse el alma.
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