GRITA MI NOMBRE.

Mirad: Las fauces de la bestia han quebrado

al morder los sueños de las infames alimañas.

Esta huye, herida, en busca del consuelo crudo

de la Luna.

Pero ella no responde a su llamado. Gira su cabeza y la abandona. La bestia gime, lloriquea, grita.

—¡No me abandones, por favor! Mis heridas se llevarán mi latir y no quiero morir en soledad.

Pero la Luna no contestó.

El cuerpo del monstruo se desploma, bocarriba, observando por última vez la bella figura de quién gobernaba sobre sus caricias.

—Luna... No dejes que mi cuerpo se pierda en la oscuridad...

Dio un último suspiro y sus ojos se cerraron eternamente.

La Luna huyó del lugar dando paso a su hermano el Sol. Este observó la escena con serenidad y alumbró con fuerza aquel cuerpo.

Su hermana, antes de marchar, le pidió que la negrura no tocase su cuerpo.

Cuando volvió al anochecer, trajo consigo unas flores y una lámpara. Las colocó con suavidad al lado del cadáver. Antes de irse, sollozó y dijo:

—Defendiste mi nombre y yo ni siquiera pude apaciguar tus dolencias. Lo intenté, de verás lo hice; pero, ¿cómo podría haber visto perecer a aquel que me alzaba por las madrugadas en los campos de lavanda? Soy débil, mi amado. No podría alumbrar tu cuerpo sabiendo como soy.

Y, sin mirar atrás, volvió al firmamento sin brillar igual que en antaño hacia.