Gris.

Despierto, como de costumbre, con la misma emoción.

Ya sabes, lo de siempre: la cama, la comida y la habitación. Hablaba de que ya nada me provoca alguna impresión.

Ese sentimiento, ver los paisajes, la arquitectura de las casas y ese río...

Pero no pienses en calidez, porque aunque el calor es sofocante, por dentro mi alma vive en frío.

Sé que algunos anhelarían el círculo social, qué bonito es que te estimen, gente que te procura.

Pero es solo la silueta, llegar al alma es imposible; la soledad siento como me tortura.

El limbo entre la nostalgia y esa tristeza; añoraba estas cosas, pero no pensaba con certeza.

Crecí, endurecí los sentimientos para sedarme de todo lo que estresa.

Para no extrañar mi hogar, mi familia, mis lugares favoritos y los abrazos de mamá.

Pero ni el mejor paisaje, ni esa falsa madurez, ni con el sepulcro de niño interior me genera esa calma.

Y miento, aunque en mis valores odie mentir, lo hago.

Porque extraño sentir lo simple de la vida, las pláticas en aquel sofá y los falsos halagos.

Pero es aquí donde disfruto estar, con todo y esta sensación de desgarrar.

Se vuelve anécdota, el sentimiento de saber que puedes mejorar.

Porque las mejores historias son cuando te encuentras en el punto más bajo,

en esos puntos de la vida donde no existe camino, ningún atajo.

Y aunque por dentro, en mi cuarto, llueva en los 40° grados,

siempre encuentro la felicidad en los malos ratos.

Crisis cíclicas que enferman mi alma, donde no existe la cura,

solo la voluntad de crecer y no hacer que todo el esfuerzo se pudra...