Al olor de incienso.
Turbas.
Ensordece el estruendo al abrir madrugador de las puertas.
¡Ya sale!
Clarines y tambores claman en una fingida protesta.
Clarea la mañana fresca.
El humo que desprende la ardiente cera, el paso al paso tras el paso. Un yunque, al lado del fuego, golpeado de martillo marca el ritmo desde la fragua.
¡Oh Soledad...!
La banda suena.
Por delante:
¡¡Qué lo baile!!
El toque repetido de los tambores se mueve con la brisa. Llena la luna llena. La mañana plena.
Dicen que hubo un tiempo en el que había que obligar o pagar a lo peor del pueblo para que hiciera el papel de muchedumbre burlona que escarnece al Nazareno. Borrachos y pedencieros.
Moradas túnicas.
Miserere que nace en total silencio y muere rompiendo el cielo, los pulmones que soplan y las pieles de los tambores viejos.
Hay una espectacular coreografía para todo esto. Quizás nació por inercia, con el tiempo. Hoy es tradición enraizada en mucho del sentimiento.
Sin duda es digno de contemplarse este extraño modo de sentir una fe. Incomprensible ni desde adentro.
Al fin, un espectáculo.
Camino del calvario.
Y la Iglesia, mientras tanto, pisa alfombras mullidas y vive en lujo exagerado.
Diferenciar está bien.
Y es claro que una cosa son los de arriba y otra los de abajo.
Y los de arriba, el óleo de esta amalgama, son pasto de la codicia, del vivir lo contrario de lo que predican. Y si alguno se salvare, en siguiendo ahí, en silente armonía, se muestra cómplice de los otros. Su dios lo salve.
La sencilla gente temerosa de Dios (¿por qué temer a la bondad?), bastante tiene con entender como la prédica es una y la praxis otra.
Los sencillos creyentes, han de torear su propia fe, para mantener la creencia, esa dualidad de pobreza predicada y riqueza procesionada.
Los cristianos que de veras lo son, tienen suficiente con mostrarse mansos ante tanta contradicción. Que yo lo diga, ateo, puede sonar a irrespetuoso, pero que lo diga un creyente es pecado mortal.
Al fin, ovejas son, pastoreadas por lobos.
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