Granadas

Ocho y trece. Relucen sobre la tabla. Uno de ellos es tuyo. El otro se cree tuyo.

No tolero esta degustación de sabores amargos, uno detrás de otro. Me hundo de lleno en mis pensamientos desencabritados, producto de su presencia en la habitación. Y de la tuya un poco también. Lo veo con su mano en tu cintura y siento mis huesos resquebrajarse.

Vislumbro cada escena en cámara lenta y todas las campanas de mi consciencia comienzan a arremeterse entre sí. Estallan, y pedazos de acero se incrustan en mis lagrimales y quieren acapararse de mi corazón. Me siento trastabillar cada vez que lo veo deslizarse en silencio hacia tu lado, a mirarte a los ojos con una seguridad que yo, desde mi escondite en la penumbra no consigo alcanzar. De vez en cuando me asomo a la luz para intentar interponerme entre ese tan visible deseo que emana, que me hace flaquear. No lo logro, sin embargo, y lo único que se intercepta entre mi actuar y yo son las náuseas celosas que bullen en mi interior.

Son horas de tortura que me obligo a sobrevivir, que se intensifican con cada uno de sus respiros. Los míos son cada vez más entrecortados. No puedo aceptar ninguna de las ideas que mi ocurrente cerebro decide mostrarme mientras me estoy hundiendo en la podredumbre del rincón.

Todo es amor y romanticismo. Vos sos el único romanticismo de mi vida y ni siquiera es mío.

En la entrada sonríe pícaro Neptuno, tramando el próximo movimiento que me inmovilice. Me envuelve en sus ramas y me dejo agarrar, porque necesito que al menos alguien lo haga.