Tan profundo e inmenso, es el océano, y tan imposible de contemplarlo en una sola mirada. Él tenía algo que la arrastraba sin resistencia, como si fuera una corriente invisible, suave pero imparable. Ella no podía explicarlo, pero al observarlo lo sentía, como cuando los rayos del sol atraviesan la superficie del agua y alcanzan las profundidades más oscuras. Lo percibía como un arrecife, lleno de vida, de secretos, y detalles que sólo alguien dispuesto a detenerse podría descubrir. Cada parte de él hablaba un idioma que sólo ella podía entender. En su presencia, ella era como una estrella de mar flotando en la calma, segura, serena, perteneciendo a algo mucho más grande que sí misma. Él era su existencia, el refugio que buscaba cuando todo parecía desmoronarse. No necesitaba nada; su sola presencia era suficiente para llenar cada rincón de su acaramelado corazón. Amarlo era como sumergirse en el agua: un acto natural, instintivo, donde el cuerpo y el alma se entregaban sin temor. Y ella lo hacía, una y otra vez, con la certeza de que no había otro lugar donde quisiera estar más que solamente junto a él.
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