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Gorjeos

Jul 25, 2025

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Gorjeos
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GORJEOS

 

Ella no recordaba cuándo había nacido. Siempre había estado donde los peces iluminan el paisaje con sus luces opacas y los nadadores se sumergen a riesgo de morir de soledad.

Vivía feliz en aquel mundo dentro del mundo, jugando a perseguirse con las tortugas en las oscuras cavernas donde las morenas vigilan con celo sus silenciosos nidos. Libre de toda maldad, debía permanecer lo más lejos posible de las oscuras energías de los habitantes del mundo seco. Sin embargo, cuando el mar suspiraba de calor, mimetizada entre los cardúmenes, ascendía a la superficie para observar a los extraños seres que surcaban las aguas en sus lentos y torpes navíos. A distancia observaba sus rostros inexpresivos. Intrigada, muchas veces se sintió tentada a seguirlos para saber si volverían, pero, por un misterioso mandato, solo se contentaba con observarlos oculta entre las medusas y los sargazos. En una oportunidad, jugando a perseguirse con las tortugas se encontró en el lugar donde descansan los barcos hundidos. Al seguir a un audaz quelonio hacia el interior de un navío, se topó con su propia imagen reflejada en un naufragado espejo. Sorprendida, observó la verde cabellera que con sutileza cubría sus pequeños y turgentes senos, observó sus ojos de mil anteriores vidas, su piel blanquísima, sus brazos que culminaban en porosas membranas y su parte inferior hecha de acorazadas escamas color carmesí. Supo así que no era un pez ni una tortuga, y menos uno de aquellos seres del mundo seco que alteraban la tranquilidad de las aguas.

Fortalecida por su autodescubrimiento, comenzó a salir con frecuencia a la superficie cuando, cansado, el mar se convertía en una mancha de aceite de color azul.

Un día, desde su barquichuelo, un joven pescador divisó algo que flotaba en el mar. Puso rumbo hacia esa extraña aparición, y al llegar la vio: bellamente dormida, indiferente a todas las cosas del mundo y mecida al capricho de las ondulaciones del mar. Acercó aún más su barcaza justo cuando ella despertaba. Al ver al pescador, extrañamente no se asustó, por el contrario, se sintió segura. Él se arrodilló a estribor, alargó su mano hacia ella y ella también hacia él; y al tocarse el mundo fue otro. 

Se encontraban siempre que el mar se dormía. Tomados de la mano, él en su barcaza y ella en el agua a su lado, recorrían veloces las vespertinas aguas. Al hablar él no entendía aquel gorjeo metálico, y ella menos aún el retumbar de esa voz áspera.

 Una tarde él la miró muy serio, y le dijo: me voy a la guerra, no me esperes. A pesar de no entender, ella lloró y se aprestó a la resignada y vana espera. Esperó y esperó, pero, como él había augurado, nunca regresó. Decidió entonces cantar sobre un promontorio la inconsolable ausencia de su amor. Sus dolorosos gorjeos alcanzaban las estrellas que, al oír el lamento, tremolaban con mayor intensidad, en tanto los peces y las tortugas realizaban la triste danza del adiós. Tan cautivante era su canto, que cuando un barco atinó a pasar frente al promontorio, todos sus marineros taparon con cera sus oídos. Exepto su capitán que, valiente como el mejor, osó oír los embrujados gorjeos amarrado al mástil del palo mayor.

 

Roberto Dario Salica

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