Su nombre era Gonzálo González González. Le decían que era hijo de primos, pero lo cierto es que su padre era tartamudo.
Ya desde chico estaba obsesionado con su identidad, difícilmente decía su nombre completo en voz alta y buscaba apodos disuasivos para cada nuevo grupo de amistades que formaba: Pipo, Pepo, Pupo, Papo…
Buscaba ser original a toda costa, distanciarse de su nombre oficial. Por eso consideró más de una vez renombrarse como “Fernando Fernández Fernández” o “Hernán Hernández Hernández”, pero abandonó los planes cuando se enteró que en el registro civil aún trabajaba Gerardo, quien le puso su nombre en la partida de nacimiento y a quién le guardaba profundo rencor.
De tal manera obcecado con ser peculiar que, ya entonces consciente de su futuro burocrático, desde el mismo vientre mandó a aplazar su nacimiento casi un mes completo con tal de nacer el 29 de Febrero. Esto lo consiguió amenazando a la partera con recurrir al sindicato de bebés nonatos (y qué quilombo le iba a armar).
Desde niño mostró una incontrolable tendencia a la disidencia. Cuando todos iban a la derecha, él iba a la izquierda; cuando todos se sentaban, él corría y si sus compañeritos estaban felices, pues entonces él se sentía muy molesto. Para colmo era gangoso.
Jamás permitía en sí ni una pizca de normalidad, siempre se mantenía a la vanguardia cultural y científica. Desayunaba papers de física teórica y revistas de moda mientras sorbía café de elefante en una taza cerámica firmada por él mismo (no iba a ser tan orinario de ). Despreciaba el Kopi Luwak, claro, pero ese no era el punto.
Fue el segundo feminista y el primer vegano, aunque le dolía admitir lo primero. No sabía lo que era llegar último.
Escuchó todas las canciones antes que sus compositores, leyó todos los libros antes que sus autores y hasta operó Bitcoin antes que el mismísimo Satoshi Nakamoto. Siempre en su afán de ser diferente, de ser especial, de no ser González.
Tan pero tan obstinado estaba con tocar lo especial, con distanciarse de su nombre epiceno, que llegó a planificar su muerte, buscando abandonar el mundo de la forma más original posible. Dejando la vara por las nubes, si es que quedaba vara alguna.
Consideró muchas cosas, desde saltar del obelisco un 9 de Julio hasta desatar el apocalipsis nuclear y ser la primera víctima.
Estuvo a punto de arreglar su defunción el día de su cumpleaños número 73; ésta consistiría en un asesinato, un suicidio terciarizado, efectuado por medio de una paliza a manos de seis Gerardos diferentes y en simultáneo. Pero temió que lo tildaran de hexagerardo.
Pensó mucho tiempo, todo el tiempo. Tanto que una noche cualquiera y mientras dormía soñando con siete Gerardos (un heptagerardo), su corazón ya cansado dejó de latir. Y murió así nomás, acostado, dormido, de la forma más común posible; como si fuera cualquiera, como si fuera un González más, y no el primero ni el último, sino el del medio.
Soñó con detonaciones atómicas y con presionar el nada trillado botón rojo. Pero solo prendió el velador.
Tal como vino al mundo se fue, con la ordinariedad encima, con la identidad chueca, con el Gegagdo atravesado.
Lo gracioso es que Gonzálo González González no es un nombre tan común en realidad.
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