Ya no tengo miedo de que el encuentro se ensucie con las palabras que digo.
Glosario, dije en algún punto de la oración. Y lo dije porque no te estaba entendiendo, y solo quería explicaciones. Pero te reíste, porque la palabra no combinaba con mi mundano pasito: ése que esquivaba las líneas de las baldosas, hasta que alguna cedía y me mojaba. Entonces, justo ahí, en el momento más ridículo, adornaba la escena con mi pregunta clásica: ¿por qué me pasan estas cosas, la re concha de mi madre?
Pero no, el encuentro no se ensucia con eso. Ni con el agua estancada. Ni con mi relato. A veces solo se ensucia porque estoy pensando en responderle a otra versión tuya. Una que hoy no tiene la capacidad de procesar la respuesta.
O capaz solo te estoy culpando. Y uso como excusa irme apresurado —tu muequita hermosa por esa palabra— a bañarme, o a no enfrentarte otra vez.
Y si me enfrentás de golpe, imprudente o ebria, no sé cómo manejarte.
Lo que yo quiero es que estemos a la misma altura. Pero eso depende de tantas cosas no coincidentes...
Hoy, por ejemplo, te quiero. Pero cuando te lo digo, se pierde entre tu cuello y la bufanda. Entonces bajo la mirada, cabizbajo, y me encuentro con los centímetros exactos de desplazamiento que te dan los tacos para llevarte por encima mío.
Otra mueca, ahora conmovedora. Y mía. Glosario otra vez.
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