Qué milagro sutil el de tu cielo,
cuando la lluvia no cae, sino que acaricia.
Córdoba se vuelve susurro en la llovizna,
y Nueva Córdoba,
con sus edificios grises envueltos en bruma,
se convierte en óleo en movimiento.
Caminar la peatonal es flotar,
entre paraguas que no son escudos,
sino alas.
Alas de gente que ama sin decirlo,
que camina lento porque sabe
que bajo esta lluvia la ciudad se abre,
como una flor que solo florece mojada.
Hay algo en tus gotas
que no moja —
atraviesa.
Va directo al pecho, al nudo,
al rincón donde guardamos lo que somos
cuando nadie nos ve.
Y la costanera,
ah, la costanera se vuelve espejo de nostalgias.
El Suquía, incluso cuando se desborda,
canta su historia desordenada,
como un abuelo que repite con orgullo
todo lo que ha visto pasar.
La lluvia en Córdoba no es tormenta,
es memoria líquida.
Es infancia y amor,
es abrazo y despedida,
es quedarse aunque uno se haya ido.
Este agua que cae,
abraza.
Nos dice en voz baja
que quedarse adentro también es amar,
que un mate tibio puede ser patria
y el sonido del agua,
una canción familiar.
Por eso, cuando llueve,
no hay ciudad más hermosa que vos.
Porque en cada rincón empapado
se esconde el alma de quienes no dejamos
—ni queremos dejar—
de llamarte hogar.
Y entonces,
cuando la mañana es fresca,
y el cielo se inclina sobre nosotros,
Córdoba no es lugar,
es refugio.
Es abrazo.
Es casa.
Por: Giunico
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Giunico. Todólogo y opinólogo. El filtro para el café, no para las ideas. Esto no es una cátedra, ni una redacción obediente: es una charla de café por escrito. Córdoba, Argentina.
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