Se miran. Al principio es sólo eso: un roce de miradas que quema, que presiente todo lo que vendrá. Se adivinan en la penumbra, se desean sin decir palabra. Se acarician con la urgencia de quien temió no encontrarse nunca, y se besan como quien se queda sin aire para dárselo al otro.
Se desnudan torpemente, con la ansiedad que tienen los cuerpos que hace tiempo se esperan.
Se respiran, se reconocen en el olor tibio de la piel y del perfume, se acuestan sin dejar de tocarse. Se olfatean, se buscan más allá de la vista. Se penetran, pero no sólo en el gesto: se clavan en el recuerdo, en la memoria.
Se chupan el alma. Se fascinan, se mastican los silencios, se gustan sin condiciones.
Se babean de deseo, se confunden entre jadeos, se acoplan hasta olvidarse de dónde empieza uno y termina el otro.
Fallecen en un gemido, pero se reintegran enseguida.
Vuelven. El placer los retuerce, se estiran como si quisieran romper el espacio.
Se estrangulan en abrazos desesperados, se aprietan hasta dolerse. Se juntan, desfallecen, se repelen para volver a atraerse.
Se enervan, la piel es un campo eléctrico.
Se perforan con miradas que atraviesan.
Se incrustan fragmentos de los dos, se acribillan de caricias y mordidas, se remachan en el instante, se injertan recuerdos que quedarán para siempre.
Reviven, resplandecen.
Se contemplan con ternura, se inflaman de deseo, y finalmente, se enloquecen.
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