Todo empieza con un evento canónico, una escena absurda y decadente que marcó el inicio de la debacle: un empresario tirando un chancho desde un helicóptero. Puro exceso, pura arrogancia. Y antes de eso la idea de servir empanadas en frascos. A partir de ahí, todo en Argentina empezó a palermizarse, a mutar en una farsa cuidadosamente curada para redes sociales.
La gentrificación no es solo inmobiliaria, es cultural. Primero llegaron las bebidas servidas en frascos, luego empanadas en frascos. Las veredas de Palermo se llenaron de cafés y bicicletas vintage, y con ellos, la estandarización de la transgresión. Hoy fumar porro en la calle no es rebeldía, es un statement vacío, un código de pertenencia para los mismos que creen que un jean gastado y una camiseta de fútbol son el summum del estilo.
LA REALEZA DEL PORRO
Hubo un tiempo en que fumar marihuana significaba algo. Un acto de resistencia, un ritual compartido, un apagador de cerebros que garantizaba risas descontroladas en una plaza oscura. Pero ahora todo está intervenido por el branding y la sofisticación innecesaria. Ya no importa el efecto, sino la genética de la flor, el packaging artesanal, el nombre importado en inglés. El viejo porro, ese con olor a meo y arsénico, desapareció, reemplazado por híbridos que te dejan catatónico, navegando en el celular en lugar de lanzando teorías delirantes con amigos.
La marihuana fue tomada por la misma maquinaria que convirtió a los outlets en "luxury second hand" y a los bares en fábricas de lattes deconstruidos. Hoy el porro no es un arma contra el sistema, es parte del sistema.
EL REPROCANN Y LA ILUSIÓN DE LIBERTAD
En algún punto, los fumadores dejaron de ser perseguidos y empezaron a regalarle sus datos al gobierno. El Reprocann nació como un triunfo de la lucha pro-despenalización, pero terminó convirtiéndose en la mayor base de datos de fumancheros que jamás haya existido. Ahora el Estado sabe quién fuma, quién cultiva, quién transporta. Y cuando se les dé la gana, van a venir por ellos.
Los verdaderos dealers siempre supieron cómo moverse. Siempre hubo marihuana en el país. Nadie necesitaba un permiso para consumir. Pero la palermización del porro convirtió lo que antes era un mercado clandestino en un espectáculo de egos y credenciales. Ahora hay un certificado para sentirse legal fumando en la vereda de un bar. Ahora hay una comunidad de consumidores exquisitos que sólo aceptan flores con ADN certificado.
DE VUELTA A LA CLANDESTINIDAD
El problema no es que se fume en la calle. El problema es que se haga con impunidad y sin respeto por la vieja escuela. Antes fumabas con miedo, escondido, compartiendo la paranoia con amigos. Hoy es un accesorio de moda, un guiño cómplice en stories de Instagram.
Tal vez sea hora de que vuelvan a perseguirnos. Tal vez sea el único camino para recuperar la autenticidad. Porque si algo aprendimos en estos años es que en cuanto algo se legaliza, se vuelve aburrido. Y lo último que el porro necesita es volverse aburrido.
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