DONDE LA LUZ NO LLEGA
Elegir es rechazar.
Hubo un tiempo en que los hombres perseguían la luz. La llamaban conocimiento, futuro, redención. Se lanzaron a buscarla como quien persigue a un dios ausente. Excavaron en la tierra, escanearon el firmamento, diseccionaron la materia y el alma. Hasta que la encontraron. Y no supieron apagarla.
La luz mostró todo: la miseria bajo las banderas, las vísceras detrás del amor, las mentiras en los espejos. La claridad no trajo consuelo, sino espanto. El precio de la verdad lo pagaban los inocentes; la claridad era un cuchillo sin mango. Entonces, algunos —los últimos sabios— propusieron un pacto brutal: no encender más luces.
Desde entonces, la civilización camina en penumbra. No hay pantallas, no hay datos, no hay cielos artificiales. Solo palabras habladas, fuego lento, tacto humano. La memoria se transmite en relatos, como antiguamente. Las miradas se cruzan de verdad. Nadie puede ocultarse tras una transparencia total.
Los niños preguntan a veces: ¿por qué no hay más luces? Nadie responde con detalle. Solo se les enseña una frase: "La oscuridad cuida lo que la luz quema". Y crecen sabiendo que hay cosas que es mejor no ver del todo.
Pero la curiosidad es un instinto como el hambre. En cada generación, alguien siente el temblor del descubrimiento. Y hay quien, al encontrar fragmentos de los antiguos saberes, intenta encender de nuevo alguna chispa. La tentación es fuerte: mirar más allá, donde los destellos se reflejan en la verdad. ¿Cómo resistirse a buscar, si hay algo que se oculta?
Yo lo vi venir. Traía la soga bajo el brazo y los ojos llenos de ansias. Le dije a mi compañero, sin levantar la voz: "Ya viene de atar la cabra".
Porque hay gestos que anuncian un final. Y hay finales que se repiten con otras formas. Y la luz, esa vieja traidora, siempre está dispuesta a volver.
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