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Salí del bosque por el camino que sabía que llegaba a ella. La puerta estaba abierta, como solía dejarla su madre cuando salía apurada. Emitió un leve chirrido cuando la empujé suavemente. La casa se sentía fría, y se me heló la piel con solo posar un pie en ella. Sentí miedo de revivir mi pasado, pero no podía dar marcha atrás. Necesitaba rescatarla.

Llamé su nombre. Grité con toda la fuerza de mis pulmones. Recorrí cada centímetro de esa mansión que, en un momento tan lejano como la creación del mundo, había sido mi hogar. Estaba tan desesperada por encontrarla que no me detuve a recordar mis andanzas por esos rincones, pero podía sentir el hielo de criarse allí. Aunque afuera, en el bosque, fuera verano y el radiante sol inundara la casa, en esta siempre hacía frío. De esos fríos helados que producen un leve dolor en los huesos.

Quizás había sido culpa de mi madre, que estaba tan ocupada con el trabajo que siempre olvidaba encender la caldera, o de mi padre, que nunca me había rodeado con sus brazos para abrazarme, pero sí para lastimarme. Recordando esos momentos, siempre revivía el frío.

En todo caso, subí la escalera con miedo de haber llegado tarde, con terror de encontrarla yaciendo sin pena ni gloria. Volví a expulsar su nombre por mi boca, pero tampoco me respondía. Las escaleras me habían dejado sin aire, así que me senté en el último de sus escalones para intentar recomponerme. Vi el cuadro en la pared, donde se podía ver a mi madre y a mi padre con cara seria y a mí, delante de ellos, con una gran sonrisa.

Practiqué unas respiraciones profundas en un silencio casi macabro, que fue interrumpido por un leve golpeteo de vidrio. El sonido era inconfundible. En mi mente apareció la imagen del reloj de arena que amaba girar de niña. Lo observaba y lo daba vuelta tantas veces que había tomado la forma de mi mano.

Recuerdo apoyarme con mis brazos sobre el escritorio en el que estaba y, por horas, girarlo, viendo cómo caía cada grano de arena, con la esperanza de que no cayeran más y entonces el tiempo se detuviera, o de que cayeran tan rápido que el futuro estuviera a la vuelta de la esquina. Recordé ese sonido que hacía la arena al caer y corrí hacia allí. Aún estaba viva.

Caminé de puntillas hacia la oficina. La puerta estaba entreabierta. Se escuchaban dos voces.

—Te dije que dejes de darle vueltas —dijo la voz masculina con un tono de voz por demás elevado.

A lo que la voz infantil respondió:

—Es que me gusta ver cómo cae la arena.

Mi piel estaba rígida. Todo mi cuerpo lo estaba, en realidad. Asomé un poco la cabeza. Ambos estaban de espaldas.

Sobre el escritorio había un gran maletín de cuero marrón, un teléfono de línea, una bandeja cuyo contenido era un vaso de vidrio y un whisky añejado y el objeto más hermoso que alguna vez mis ojos habían visto: el reloj de arena.

El hombre parecía enojado. Miraba por la ventana y gritaba mientras hablaba por el teléfono, del que colgaba un cable tirabuzón que lo obligaba a estar cerca de esa niña. Ella estaba preciosa, con sus bucles dorados en un moño y su vestido celeste, con el que se creía Cenicienta. Los rayos de sol le iluminaban la cabellera, creando una imagen surrealista para quien la viera.

A esa resplandeciente niña se le cayó el preciado reloj de arena. La brillante arena, sobre el vestido y el suelo, hacía de la imagen una especie de obra aún más mágica. Cada grano brillaba increíblemente, pareciendo polvo de hadas.

La nena, con sus ojos abiertos como platos y con expresión de terror puro en su cara, vio cómo la furia del hombre salía de sus entrañas. Se paralizó. No pudo escapar de su bestia. Yo ya reconocía su rostro y pude notar en sus ojos lo que le iba a hacer a esa pobre e inocente niña.

Se abalanzó sobre ella y comenzó a apretarle el cuello.

La niña gritaba desesperada:

—Papá, no. No, papá, por favor. Lo siento mucho.

La cantidad de veces que habré dicho eso seguramente superaba a la cantidad de granos de arena de ese reloj.

La piel del hombre era cada vez más roja, mientras que la de la chiquilla era cada vez más parecida al océano. No pude más que evitar la tragedia.

Entré corriendo y tomé la botella de vidrio de la bandeja. Se la partí en la cabeza al grito de:

—¡Suéltala!

Su cuerpo desahuciado se derrumbó sobre la niña. Ella respiraba, pero el tono de su piel no volvía.

La sangre comenzó a salir a borbotones de quien alguna vez había sido mi padre. De la herida, de la boca, de la nariz y de los ojos.

Mi vestido celeste se tiñó de color uva. Pateé a ese ser inmundo para quitarlo de encima mío.

Sacudí a mi versión pequeña. Su piel fue retomando su color habitual: un blanco rosado o un rosa muy pálido. Asustada, la niña me observó sin reconocerme, pero sintiéndose segura. En mis manos todavía estaba el cuello de la botella de whisky.

Se tocó la garganta y pestañeó. Sé que pensó que su fin había llegado. No podía creer que estuviera viva. Es más, vivió todo lo que le quedó de vida creyéndola falsa.

Nos miramos expectantes, deseosas de hablar, pero cómodas en ese silencio de libertad absoluta.

—Gracias —soltó en un susurro.

Solté la botella. Me agaché a su lado y, con la mano en su hombro, le dije:

—Vámonos.

La ayudé a levantarse y dejamos a ese hombre y esa casa atrás.

Esta vez logré rescatarla. Logré rescatarme.

Caminamos por el bosque juntas. El sol nos recibió con un fuerte y cálido abrazo, y por primera vez sentí el hielo dentro mío derritiéndose.

La sensación fue tan grata que juré que el frío no nos alcanzaría nunca, nunca más.

Camila rodriguez

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