En el frío de la madrugada, pienso en lo congelado que me siento entre las sábanas. Me detengo a reflexionar y me doy cuenta de que algo me hace falta. Es entonces cuando comprendo que lo que me falta eres tú.
Al levantarme y caminar por el pasillo, que parece interminable, el aire helado me recorre la columna y me recuerda lo vacía que está la casa. Cuando entro a la cocina y no te encuentro preparando el desayuno, siento con claridad tu ausencia.
Después, al salir de la ducha, al recoger la ropa que dejé tirada al entrar, noto lo acostumbrado que estaba a que alguien más la levantara. Sin darme cuenta, me había vuelto dependiente de tu presencia.
Pero cuando verdaderamente lo entiendo es al abrir la puerta y enfrentarme a un gélido amanecer. Al cruzar el umbral, espero que aparezcas desde algún rincón de la casa para reprenderme por no haberte avisado que estaba por irme. Sin embargo, el silencio me envuelve y, una vez más, me doy cuenta de que ya no estás.
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