mi sol se torna rojo hacia las siete de la tarde. lo veo grande y desesperante, y siento sus rayos en destellos por entre los trigos. no hay nada a mi alrededor, no hay nadie aquí conmigo. soy sólo yo de cara a mi sol. no hay más que el murmullo del viento por entre las hojas y de vez en cuando lejos, (muy lejos), me llega aún el doloroso punteo de una guitarra criolla. sentada bajo aquél duraznero deseo no irme jamás de mi prado. amo tanto a mi árbol de duraznos, amo tanto a mi pradera, tan verde por joven y por no conocer el fuego. está llena de vida mi alma, prieta de pájaros y de tardes lentas y de arroyos calientes. me encuentro tan llena de movimiento y de energía cinética, de paralelismos, prosas, párrafos. mi sangre es tan roja y tiene tan poco miedo de vivir; florece tan dulce, tan pesado y cargado de frutos mi árbol y aún así. no tengo aquí más que mis palabras y todas éstas cenizas y el calor extraño de mi propia voz. quieta, velo mis paisajes e intento retenerlos hasta que se hacen pequeños. sé que no hay árbol cargado de fruta, no hay consuelo en la melodía de las guitarras, no hay lugar al que pueda llamar hogar que me arranque de esta nueva urgencia. a las ocho y media cae la noche.
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maría constanza
me he vuelto este año una fan del kintsugi. dejo acá sin pretensiones una de esas tantas piezas.
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