Hace un par de días, una pequeña hormiga negra apareció en mi jean. La trasladé a una hoja de papel y allí estuvo caminando un buen rato. En la esquina, en la punta de esa hoja en blanco, se posaba y extendía sus antenas, como si tratara de ubicarse.
Le soplé un poco fuerte, quería ver si se caía o rodaba a través del papel, pero no: se sostenía firmemente en contra de aquella ráfaga de viento.
Me estoy pudriendo lentamente, y las ramas de aquel árbol en invierno se zarandean con cierta viveza.
Un pensamiento horrible se cruzó, y un gorrión se posó en una rama; una paloma en una esquina, otra que viene volando, y, un poco cerca, se posa de la otra.
Y en la noche esperé al silencio, pero un ruido asqueroso brotó, se desplazó alrededor de la habitación y así me inundó un sentimiento placentero. Quería arrancarme de la piel la angustia y, antes de que sucediera, me dormí. No soñé, no recordé: todo empieza de nuevo.
No hay nada más que fragmentos dispersos que nacen continuamente y, junto al atardecer, mueren enterrados debajo del crepúsculo náutico.
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