Fragmentos de una voz callada.

Todo lo que hago son intentos banales por no caer a la locura, por no llorar, por no moverme hasta no sentirme... O sentirme, pero en nada. Con la cabeza en las nubes, tirada entre rosales llenos de espinas sangrantes. Mirando los bichos arrastrarse entre la tierra húmeda y la hinchazón de mi estómago abierto, esperándolos.

Y las moscas, sus amigas, merodeando, vigilando alrededor. En una pradera gigante que no termina sino a muchos miles de kilómetros de distancia. Ellas hacen guardia, impacientes. Esperando una porción de comida.

Y la duda aún así no desaparece, no termina en nada. Me mantiene en angustia persistente. Siempre continúa y me consume. Pensando en todas las rosas que aplasté y acabé desechas. Más allá de los rasguños que ellas tiñeron sobre mi piel.

Las pienso.

Mientras abren y escrutan mi corazón, cortan las arterias y las huelen. No se impacientan, lo disfrutan.

Y no grito. No porque no quiera, sino porque me agota.

Porque no estoy en aire libre, estoy entre paredes de concreto.

Hediondas, poco dóciles. No tienen oídos, no escuchan.

Distantes, irracionales. En un silencio incómodo que perdura entre lo irónico, la vergüenza y el miedo. Ni siquiera lo toco pero se siente. Entre los vellos y los poros, y el tiempo no se detiene. Avanza, se sostiene. No le doy ni lástima, no se preocupa.

No es ni una trilogía, ni mucho menos pesadilla. Más bien sueño lúcido. Algo que se acerca a lo real desde lo más profundo de la conciencia y desperté sin aire, literalmente.

Tocando tres veces madera sepultada antes de volver a cerrar los ojos.

Es tierra la que la cubre. No hay un espacio para tocar campana. No hay respiradero. Así cuando abran la fosa de nuevo... Van a estar los dientes pegados en la tapa.