Fragmentos de una Inocencia Perdida II | Ecos en la Oscuridad

Cada noche, cuando la oscuridad se adueña de la habitación y el mundo parece sumergirse en silencio, Emma se acomoda bajo las sábanas, tratando de escapar de su mayor miedo. Su mamá siempre le dice que los monstruos no existen, que no hay nada que temer bajo la cama o dentro del armario. Pero Emma sabe algo que su mamá no sabe.

Ella conoce al monstruo. No es un ser de piel escamosa ni de ojos brillantes, ni siquiera una figura aterradora que pueda esconderse en las sombras. Su monstruo tiene un rostro, una cara que Emma ha visto de cerca. Es un monstruo que camina por la casa durante el día y susurra por la noche. No aparece en los cuentos ni en los juegos; está en su vida cotidiana, en cada rincón de su habitación y de su corazón.

El monstruo no necesita esconderse bajo la cama ni en el armario para aterrorizarla. Su presencia es constante, un peso invisible que oprime el pecho de Emma cada vez que se acerca la noche. A veces, cuando su mamá le dice que no hay nada que temer, Emma recuerda las manos del monstruo, el abrazo frío y la voz susurrante que le dice que no debe contar nada. Su miedo no solo proviene de la oscuridad, sino de los momentos en que el monstruo está cerca, de las veces que el monstruo se convierte en una sombra que la sigue, incluso cuando debería dormir.

Cada noche, Emma escucha la voz del monstruo, suave y fría, que dice “Buenas noches, hija”. No es una frase de despedida cariñosa, sino una promesa inquietante de que el monstruo estará allí siempre, incluso cuando se apagan las luces. No hay escape de este monstruo, solo el deseo silencioso de que alguien pueda ver su verdadero rostro y poner fin a su terror nocturno.