Marcos tiene 8 años, tiene problemas de aprendizaje y trastornos del lenguaje, hace 2 años que comenzó la primaria y desde hace 2 años sufre de bullying escolar de forma reiterada. Todavía no se ha animado a decirle a su familia, la cual está atravesando terribles problemas económicos y la ausencia de un padre.
Marcos no tiene amigos en la escuela, aunque ve con buenos ojos a sus compañeras que en ocasiones lo invitan a jugar a “cosas de nenas”, pero divertidas al fin que ayudan a disipar los malos momentos que lo atormentan.
Su contextura física, delgada y pequeña, genera, además de burlas, su aislamiento y la falta de participación en juegos o competiciones deportivas, por lo que encuentra refugio en su soledad: un mundo donde nadie puede lastimarlo.
La agresión que Marcos recibe día a día, se vuelve rutinaria y con mayor impacto. Cada vez son más los chicos que lo golpean y Marcos no sabe si hablar en medio del caos o esperar a que tan solo un día todo se acabe.
La violencia de 5 años llevó a Marcos al baño de su escuela, donde 10 piernas, a la vez, emitían patadas y pisoteadas al ritmo de risas exageradas por el regocijo, mientras Marcos, desde el piso, tapaba con sus manos su rostro y lo que podían cubrir. Él solo quería que acabara.
Después de una hora, su cuerpo ya se había inundado, pero no de dudas, ni de miedos como antes; la fractura de 3 costillas perforó un vaso sanguíneo y sus ojos se apagaron como la noche. Sus problemas comenzaron a esfumarse y su vulnerabilidad quedó sellada en el recuerdo de 4 paredes taciturnas…
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