No creo en el amor.
No creo en la justicia.
No creo en la felicidad
ni en que nadie pueda salvarme de ella.
No creo en la luz.
No creo en la seriedad
ni en los momentos lúcidos.
No creo en el amor a primera vista
ni a última mirada.
No creo que puedas verme.
Ni yo puedo verte.
No creo en los espejismos,
sino en los rotos,
en los reflejos astillados
que devuelven siempre la misma pregunta.
Creo en los besos tácitos,
en el roce accidental de los labios,
en el instante exacto en que casi fuimos algo
antes de recordar que no.
Como un rayo de luz al despertarse,
como un tren que pasa demasiado rápido
para alcanzarlo.
No creo en los sueños
ni en que aparezcas en ellos.
No creo en los regresos,
en los reencuentros,
en los finales abiertos
que solo existen en las películas.
Creo en los finales secos,
en la puerta que se cierra sin dramatismo,
en la taza de café que nadie recoge,
en el número de teléfono que ya no marco
pero tampoco borro.
Creo en el vacío punzante,
en la forma en que los silencios se organizan
como muebles en una casa abandonada.
Creo en los llantos desconsolados,
pero más en las lágrimas que nunca caen,
esas que se quedan atascadas en la garganta
como nombres que ya no se dicen.
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