Miro mi reflejo y veo todo lo que siempre he deseado, pero lo único que siento es asco. Frente al espejo no hay nada más que desprecio, una figura que se mantiene en pie como una aberración que nunca debió existir. Me inundan las náuseas al encontrarme con esa presencia ajena que, sin embargo, lleva mi forma.
Somos dos, él y yo. Un desdoblamiento perverso. ¿Por qué, si tiene lo que quiero, me provoca tanta repulsión? ¿Por qué no soporto su mirada si en ella encuentro la confirmación de mi existencia? Me lo ofrece todo, y aun así, su imagen me repugna, como si fuera una copia grotesca de lo que alguna vez soñé ser, una burla de lo que podría haber sido.
Extraño ser uno. Lo odiaba, pero era más soportable que esta comparación constante, esta disonancia de existir dividido en dos mitades que se detestan. Un día quise matarlo. Pensé que al deshacerme de él, al destruir esa imagen deformada, recuperaría algo de mí, algo puro, mi yo genuino.
Lo planeé meticulosamente. Lo enfrenté con furia, con la rabia de quien quiere arrancarse la piel para dejar de sentirse atrapado en sí mismo. Pero cuando traté de romperlo, solo lo multipliqué. Mil fragmentos de espejo esparcidos a mis pies, cada uno reflejándome desde un ángulo distinto, cada uno devolviéndome el mismo rostro que intenté borrar.
Ahora somos mil. Y cada uno me recuerdan quién soy y como he conseguido serlo.
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