Son las siete de la mañana. Me despierto buscando señales para salir del agobio y la duda. ¿Qué emoción me acompañará hoy en la cena? Bajo las escaleras y lo veo sentado en la silla del comedor. Sal de aquí, le pido cuidando el tono de mi voz. El enojo no se quiere ir y yo no quiero empujarlo para pararlo de mi mesa. Decido hacerle desayuno y poner flores en el jarrón.
Son las siete y media de la mañana. Quiebra la porcelana y deshace los pétalos con dientes hechos de rabia y sueños frustrados. Sentada frente a él le miro apática y en silencio, siendo indiferente a su dolor, al deseo de atención que grita la expresión de sus cejas. Me paro y permito que haga rabieta.
Escucho a mis espaldas el llanto desconsolado de un monstruo que no quiere ser monstruo, que no quiere desayunar flores ni que lo dejen solo mientras come en la mesa.
Son las ocho de la mañana. Regreso y el enojo deja la silla vacía para que yo piense en él todo el día mientras espero a mi desconocido comensal hasta la cena.
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