No puede dejar de pensar en que esto es una locura. Que no tienen sentido siquiera las palabras que con un alivio desequilibrante (en el mejor de los casos) emite. No puede dejar de pensar. No puede, siquiera quererlo, siquiera en palabras, en letras correctamente ordenadas, decirlo. "¡Ay, qué locura!" piensa. Y ¿cómo no creerlo en la vorágine positivista en la que se halla, que nos hallamos, inmersos?. "¡Ay, esto es incomprensible!. Yo que pretendo comprenderlo todo, esquematizarlo todo, yo, que soy tan tan me hallo incapaz, acá, de ver por mi mismo. ¡Ay, no comprendo nada!" se dice. A esta infinitud en la que se reconoce penosamente finito, lastimosamente herido e inútil, absurdo. ¡Cuánta inmensidad denota inseguridad en la mediocridad del entendimiento humano!. ¡Cuánta inmensidad, cuánto misterio!. Si acaso fuéramos un poco más abiertos, más enteros, más perfectos, nos sabríamos pequeños, nos veríamos ingenuos, no nos creeríamos, siquiera intentaríamos comprenderlo. A Aquel, que es dueño del tiempo.
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