Hoy, con Gastón, no hablamos casi. Esto sucede cada 4 de septiembre, es como un ritual, un ritual velatorio, donde cada uno se encierra en sí mismo y acompaña al otro en silencio, sintiendo la tristeza juntos, sufriendo en sintonía. Gastón no era así cuando lo conocí. Este ser taciturno existe desde que vos no estás. Hoy, ni yo ni Gastón levantamos las persianas para que entre el sol. Gastón, apenas abrió los ojos, se vistió y se fue. Yo todavía soñaba, pero sentí que me dio un beso en la frente, como una especie de pésame. O eso es lo que elijo creer.
Él se irá a trotar o a tomar mates con sus padres, sabiendo que yo prefiero estar sola. Perdóname, Gastón, y que también me perdonen tus viejos, que tienen buenas intenciones, lo sé. Pero yo no logro conectar con ellas. No logro sentir en el abrazo de tu mamá la calidez que quiere infundirme, sino más bien un gesto opaco, tan gris como el día. Las palabras del televisor de tu casa, siempre encendido, con los comentarios de relator de tu papá, un día como hoy, me irritan. Un día como hoy que el mundo debería parar. Un día como hoy que ningún año es un día más.
Eso fue lo más loco de todo. Sí, más loco aún que te hubieras ido tan pronto, fue que la vida siguiera y listo. Me impactó, y aún lo hace, esa capacidad del calendario de avanzar. Creo que no hay condición más humana que el tiempo. Creo que nos hace más humano incluso, que él deseo, que ser de carne y hueso. O en realidad, ya no creo en muchas cosas, ya no creo en nada.
Recuerdo nítidamente el manojo de gritos que eras cuando naciste, el llanto inconforme e incómodo que preguntaba, porque tuviste que salir de ese lugar tan cómodo, de mi panza, la panza de tu mamá. Tu piel estaba tan roja. “Es señal de que será muy blanca”, me dijo la enfermera. Y Blanca fuiste, porque Blanca te llamé. Te bautizamos en la Iglesia de los Capuchinos, en un ritual del que poco sabíamos, pero al que aún me aferro, con la esperanza de que te encuentres en el reino de los cielos, junto a un ángel, jugando como hermanos.
Crecías de a poco a pasos agigantados, tu infancia se me escurría entre los dedos, pero cada nueva monada, cada nuevo rulito rubio, cada pasito y balbuceo, eran para mi y para tu papá el mayor motivo de felicidad. Cada liniecita de fiebre, la preocupación más absoluta. Fuimos muy felices con vos mi amor. Pero no me contaron que esa felicidad era efímera, entonces cómo pueden esperar que yo cada cuatro de septiembre no me encierre a sentirme decepcionada con la vida. No me encierre, sin levantar las persianas a ver tus videos y tus álbumes de fotos, a hurguetear en tus juguetes y a oler tu ropita de bebé, con la esperanza de que al menos las estaciones, no pasen por acá.
El día que la Nona María cumplía los 80 años, organizamos un festín. Vos ya tenías cuatro y al año siguiente empezabas el jardín. Era casi primavera. El día cálido, después de una lluvia amena, hizo que pudieras ponerte el vestido beige con florecitas rosas chiquitas que tanto te gustaba. Todos te adorábamos, eras la criatura más mimada que había en la familia, sin duda. Recuerdo tu gesto de hastío cuando la nona te dio un beso con su labios resecos y también el mohín feliz cuando te regaló una moneda de un peso, con el cuento de que la guardes, para que nunca te falte la suerte. No te separaste de ella en todo el día, incluso cuando te hiciste la dormida en mi regazo. Yo te miraba, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras pensaba en lo afortunados que éramos de tenerte.
Pero esa moneda, esa moneda no te protegió del destino, que es tan impredecible. Y hoy, con el objeto en el bolsillo y el dolor en el pecho, te recuerdo y te extraño como el primer día. Te extraño tanto mi amor, que no sé cómo seguir sin vos. Perdóname por no poder.
En un momento de la fiesta te venció el sueño y decidimos recostarte en la cama del Nono para que estuvieras más cómoda. Que sí nos llamó la atención, bueno, lo cierto es que no. Los niños a veces no administran la energía y sucumben al cansancio de maneras que los adultos no nos permitimos. En una oportunidad, fui a ver como estabas y en cuanto crucé el umbral de la puerta supe que algo no andaba bien. La habitación estaba oscura y hacía calor, el aire estaba cargado, viciado con olor a sudor y a algo más. Jadeaste entre sueños. Te toqué y al contacto noté que ardías de fiebre, tu piel estaba húmeda y caliente debajo de mis dedos. Llamé a tu papá y decidimos salir disparando al hospital, saltando por encima de los juguetes esparcidos por el piso, bajando las escaleras lo más rápido que pudimos. Gastón, mi vieja y sus padres me decían que exageraba, que seguramente era solo un resfriado común. Llámalo instinto de madre. No lo sé. Sin ninguna certeza médica, mi corazón latía descontroladamente, como cuando corres diez kilómetros sin parar.
Llegamos al Hospital y la guardia estaba abarrotada de personas con gestos de preocupación y angustia, nunca me sentí cómoda en los hospitales, ni de chiquita, cuando me convencían de ir a vacunarme con un globo o un caramelo. La espera para que nos atiendan fue en las sillas duras, grises y desgastadas por el uso de las personas anónimas que suelen habitar esos escenarios. Esperamos nuestro turno, mirando fijamente a la puerta de la consulta. Decir que el minutero pasaba lento, es poco decir. Mientras te consolaba, temblaba, lloriqueaba. Gastón, me tenía la mano. Ya nadie hablaba, aunque el papá de Gastón fue a comprar un café y se le atascó la maquinita, perdiendo un par de monedas en ello y quejándose, como si en ese momento fuera lo importante. O quizás, carcomido de unos nervios que no supo canalizar.
Cuando nos llamaron y pasaron a examinarte pude ver la mutación en los gestos de los médicos, que inmediatamente te pusieron una vía intravenosa y te internaron en terapia intensiva, dejándonos mudos y aturdidos en el medio de una habitación blanca, de luz fría. Vacía.
Los días que le siguieron fueron una mezcla de idas y vueltas al hospital, días de esperar noticias, días de no poder creer tu aislamiento en un cuarto con barras de protección en las ventanas y ese olor a hospital, a ascetismo, que odio y que sigo sin poder soportar.
Luego de una operación larguísima, donde te abrieron al medio tu corazoncito, salió un médico vestido completamente de azul, incluso sus zapatillas para sacarnos de ese purgatorio pueril. Nos llamó a tu papá y a mí a una sala de reuniones donde nos invitó a sentarnos frente a él. No pude. Mientras tomaba aliento, recuerdo mirar hacia la ventana donde un cielo limpio y celeste aparecía de fondo. Sobre una repisa había una planta marchitándose frente a un sol de septiembre que la bañaba a raudales, limpio, potente, cálido. Y me vuelve el shock de sentir como esa luz contrastaba con mi estado de ánimo. Fue entonces cuando escuché las palabras destinadas a cambiar mi mundo.
—Blanca falleció.
Comencé a sentir un zumbido creciente en mis oídos, acompañado de la voz distante de un amigo de los tiempos de juventud. En una de nuestras reuniones de sábado relató cómo en los primeros días de residencia médica les enseñan el protocolo para comunicar un fallecimiento.
—Hay que decirlo claro, sin rodeos —dijo—. "Murió", "falleció". Es importante que los familiares lo entiendan.
—¿Y cómo no lo entenderían? —le preguntaron.
—Por el impacto del momento, pueden entrar en shock —respondió.
Recuerdo haber pensado que era una charla macabra para un sábado por la noche, y la dejé pasar sin más. Qué curioso, que ahora, como un eco, me haya vuelto a la memoria.
Mientras yo no entendía nada. Gastón, en un momento de lucidez, me agarró y me abrazó.
— Salí Gastón, me haces mal. Le dije, notando que no podía respirar. Sentí que me iba a romper, que mi corazón se estaba rompiendo en pedazos.
— ¿Qué pasó? Recuerdo preguntar con lágrimas en los ojos.
Pero no escuchaba las respuestas.
Lo que vino después se me torna difuso. No veo con claridad cómo pasaron los días y las semanas después de tu muerte. Todo es una neblina confusa en mi mente y soy incapaz de relatar con precisión los últimos tres años. No sé cómo llegué hasta aquí, cómo he sobrevivido sin ti. Pero de una manera muy curiosa, cada 4 de septiembre es el día en el que, a oscuras, encerrada en la soledad de mi casa, nuestra casa, veo todo con claridad. Recuerdo el minuto a minuto, recuerdo cómo el mundo se detuvo. Y vivo el eterno retorno con todo el peso que Nietzsche anticipó.
A veces espero que aparezcas en mis sueños. Pero no estas. Y es injusto incluso que no me permitan soñar contigo. Porque la vida sigue, ha seguido sin ti. Pero confieso que sólo la veo pasar de maneras inconexas. No sé cómo encajar todo lo que ha pasado. Gastón puede más. Y noto su hastío de mí y de mi depresión. Noto su alejamiento y su culpa cuando lo hace. El quiere avanzar y teme en el medio, tener que dejarme atrás. Junto con todo esto, lo sé. Yo en cambio, no puedo ni pensarlo, me siento como si estuviera atrapada en el tiempo, como si unas pinzas me aprisionan y no me dejaran mover, como si hubiera quedado en uno de esos túneles atemporales que dicen existen.
Muchas de las veces donde la tristeza me abruma, me gusta llenar la bañera. Me gusta el sonido del agua fluyendo del grifo, me gusta la sensación del líquido caliente en mi piel. Puedo estar horas sumergida, hasta que se me arrugan los deditos de los pies y al agua se le evapora el calor. Me gusta imaginar que estoy flotando en el espacio, lejos de todo lo que me duele. Miro para arriba un rato y veo la humedad en el techo del baño que a mi madre le gusta señalar frunciendo el ceño pero que yo no me molestó en limpiar. De hecho, me gusta. Sus manchitas conforman un dibujo, como una especie de universo lleno de galaxias. Me gusta quedarme ahí con el agua hasta el mentón y los ojos fijos en el techo mohoso, jugando a contar estrellas. Y a extrañarte tanto.
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