Siempre he despreciado la nostalgia,
las carátulas de los viejos tiempos que se visten de oro pareciera que ignoran el óxido y la roña que han sabido adolecer. Los amaneceres y cielos estrellados decidimos guardar y aquellos temporales y nubes tenues procuramos olvidar. No hay atadura más ahogada que aquella al pasado, aquella que deja a uno atado a una cruz clavada en el hormigón, como tablas que se atornillan en las vías del tren: quietas.
Sin embargo hay nostalgias de un verano sórdido, algún calmo otoño, el cruel invierno y la aflorada primavera que hoy me atraviesan. Los escalones infinitos de una casa que albergó tanta felicidad hoy se quiebran y se desplazan hacia otros. Es otra familia, son otros sueños, otras alegrías, sí; pero ya no será nuestra.
Tal vez este pensamiento revela el pobre raciocinio y la cruda verdad de que acaso nunca lo ha sido, aun si nuestra bandera flameaba y nuestra tertulia inundaba las paredes de nuestra emoción, el tintineo de una campana que amenazaba desde la primera caja finalmente sonó y ordenó levantar los bártulos. Qué pena.
Habito el ventanal amarillo con el dibujo de una gota en un charco,
el olor a cigarrillo ahumado en el ambiente,
la puerta doble para una misma habitación,
el cuartito de abajo con sus cuatro o cinco escalones, ya no recuerdo.
La ventana tapiada por la viveza de un vecino presente,
el quincho, al lado del lavadero, con la risotada y la música de las reuniones aún oyéndose en las noches.
Habito el recuerdo fraguado de una pasión sin igual, de un amor que tuve y ya no tengo.
La reflexión infinita de dos hombres amigos que, al afinar la mirada, resultaron ser padre e hijo.
El llanto inconsolable de un alma apuñalada que, de vida ya no le quedaba nada.
La noche larga de pizza y malta, con el corazón revitalizado y atiborrado de amor.
La casa de Miró reposaba el recuerdo de la infancia, aquél misterio del cuarto oscuro y sus fantasmas, la preciosa calma del tiempo solo, el pianito recién aprendido: bosquejando sus primeras notas. El cuerpo gélido en el invierno y aplastado en el verano…
No creí que fuera tan emocional una pérdida de un hogar,
que nunca fue mío,
o del que nunca establecí un lugar.
Pero resulta serlo.
En fin,
tal vez son solo nostalgias
y en nostalgias quedarán.
Me conforta saber, quizá
que, aunque nada tenga en su interior,
esa casa no estará vacía,
y su memoria nunca se hará olvidar.

Juan Cruz Arias Pereyra
Psiconauta del Inconsciente. Aficionado al buen y mal comer. Mono Sabio. Gallina. Hola.
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