...
Perro cínico.
Comprendido lo enorme de mi insignificancia, me resulta extraño ver el afán de tantas gentes; gentes no menos insignificantes que yo. No mis laboriosos vecinos, que podrían ser entendidos mis iguales; digo de cualquiera en este mundo. El Papa y quien sobre él anda: El más rico del mundo, el presidente del país más poderoso, la brillante artista de la música aplaudida en rebosantes estadios, estrellas con lorzas en restaurantes caros, magnates del petróleo o de cualquier otro mercado multimillonario... Lo veo y no lo comprendo aunque puedo entender lo que pasa en sus adentros. Pero, más lógico me parece ser un Diógenes, y maldigo a quien le dio su nombre a ese síndrome tan desgraciado.
Como el de Sínope y su tocayo el de Enoanda, veo mejor la vida en un conformarse con lo sencillo, casi lo insignificante. No pasar hambre, no pasar frío, y así, seguir adelante.
Es verdad que mi contradicción es flagrante: miro a mi alrededor y me sobran tantas cosas...
Soy consciente, aunque no me siento capaz de deshacerme del cuenco con el que bebo.
Al menos, lo pienso.
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