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feliz navidad argentinos

Jan 3, 2025

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feliz navidad argentinos
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Es un 24 de diciembre. Los rayos del sol pegan en las baldosas de la calle. Son las 11 de la mañana y, como toda argentina promedio, me dirijo al supermercado a buscar un par de cosas que faltan para la cena de esta noche.

Todo pasa muy rápido, e intento no olvidarme de nada.

La gente está contenta. Increíblemente, lo están. Van con prisa; los comerciantes esperaron todo el año estas fechas para ver si se levantaban de la bendita recesión, si ocurría la famosa doble V.

Porque las penas siempre son del pueblo, las vacas son de los otros. Si los dueños de las vacas se encuentran contentos, ha de haber más trabajo, el fantasma de la inflación se retira y, si eliminamos el déficit fiscal, estaremos todos en la misma senda. O al menos, así dicen los caballeros de trajes importados.

Entro al supermercado. El aire acondicionado está lo suficientemente fuerte para que se aleje el olor de la gente, de los niños de la calle que se meten para rondar en las góndolas, pidiendo algo para comer. Un arroz. Un miserable paquete de arroz o fideos.

Me es imposible no ponerme a pensar cuántos años tendrá este supermercado en esta puta ciudad. Tiene aproximadamente nueve sucursales. Desconozco cuál habrá sido la primera en abrir; quizás aquella que está por el boulevard.

Mientras pienso, camino hasta la parte de las bebidas. Difícil el andar.

Un matrimonio: ella, bien vestida, uñas rojas, un par de pulseras en cada muñeca, recién teñida. Tiene la pinta de docente de escuela privada, tal vez del colegio inglés, ese que está por Tucumán. Él, con pinta de abogado o tal vez contador. Chomba celeste, bermuda beige y ese nuevo modelo de zapato-zapatilla, no muy alto. Típica panza de hombre sesentón. En una mano sostiene uno de los últimos modelos de celulares y la llave del auto. Tranquilamente podríamos estar hablando de un matrimonio con cuarenta años de casados.

Se encontraban eligiendo vinos mientras ocupan un poco más de la mitad del pasillo con su carrito. Se atraviesan y no se percatan de que tienen dos personas esperando pasar.

En el carrito: dos champagnes, cuatro paltas, dos paquetes de nueces y una caja de bombones.

De la otra punta del pasillo, donde da a la fiambrería, viene una jubilada con un puchito de carne. Su cara es un lamento que no requiere palabras. Mientras camina, un pibe de no más de veintitrés años, quizás, la empuja. Él venía mandando audios, diciendo:

—Qué bajón lo de tu papá. La culpa es de estos viejos que durante años votaron a esos zurdos y nos dejaron este país. Ahora hay que tener paciencia. Después te mando una foto de la ropa que me compré para ir a Punta del Este.

Por fin, el matrimonio se hace a un lado y se libera el paso.

Mientras avanzo, veo a una mamá con dos criaturas pidiendo un corte de carne económico para los chicos. La nena le trae un cereal, pero la madre le dice que no, que en casa hay.

A mi izquierda, un matrimonio joven: ella parece salida de una tapa de revista, bella como una modelo. Él también es atractivo, alto, bronceado, con pinta de licenciado en economía o ingeniero. Tienen una nena chiquita, rubia como la madre, consentida. Ella señala y va directo al carrito.

El verdulero le mira las piernas a la mujer mientras se ata los cordones.

Un señor me pregunta dónde están los detergentes. Procedo a indicarle mientras veo que saca plata del bolsillo. Me pregunta si creo que le va a alcanzar para lo que carga en el canasto.

—Hoy viene mi hija a pasar Navidad. Ella estudia cine en Buenos Aires y le quiero preparar algo rico, pero con la indemnización que cobré no creo poder darle ese regalo...

Yo le digo que le va a alcanzar, que, de última, puede cambiar el menú; lo importante es brindar junto a nuestros seres queridos. Me sonríe y me dice:

—Feliz Navidad.

Busco la sidra, un vino y un servilletas. Ya con mis cosas en la bolsa, me encamino a las cajas. Me toca hacer fila, como corresponde.

Una señora se empieza a quejar de la lentitud de las cajeras. Lanza comentarios mientras sostiene un paquete de queso en hebras y un six-pack de cerveza. Para callarla, una caja la atiende, dejando atrás a una embarazada. Cuando la atienden, le dicen que aguarde porque otra chica estaba usando el posner; la señora iba a pagar con QR. Nuevamente, se queja.

Enfrente mío, en mi fila, un hombre de quizás treinta y nueve años, en musculosa, bastante marcado pero sencillo, lleva una caja de mesa dulce, la más cara que ofrece este supermercado.

Le dicen que tiene que abrir la caja y revisar. Se la desarman, y el hombre, algo desconcertado, acepta. Le empiezan a quitar todo y le dicen que esos productos no estaban incluidos en la caja, que se los tienen que cobrar aparte. El hombre se queja, diciendo que por qué se lo van a cobrar aparte si eso ya estaba adentro de la caja y ni siquiera sabía lo que había adentro.

La empleada dice que evidentemente él se quiso hacer el vivo y fue cargando mercadería en la caja con tal de no pagar las demás cosas.

Le cobran casi la mitad de los productos que estaban dentro de la caja.

El hombre está indignado. La cajera lo mira con mala cara y le dice que es parte de su trabajo revisar las cajas porque la gente roba mercadería.

No quieren ir a cambiarle la caja. Piden que vaya alguien de seguridad para traer la misma caja y demostrar que el hombre no metió nada.

Al final, decide pagar y se va con la caja toda abierta en brazos.

Ahora me toca a mí. Mientras pasan mis productos para cobrarlos, miro a mi costado. Una mujer deja la mitad de las cosas porque no le alcanza. Eran alimentos y productos de limpieza, la mayoría.

La cajera pide cambio, y el encargado le pregunta por qué le abrió la caja al cliente anterior. Ella dice que le cobró las masas y el champagne porque creía que no eran parte de esa caja.

Pero sí lo eran. Formaban parte de la caja, y la retan. Ya el cliente se había ido, humillado, menospreciado y abusado por una como él: una simple empleada, probablemente temporal, una laburante contra otro laburante. Pero esta defendía a los empresarios.

Terminé de pagar y me acerqué a darle un chocolate a los dos nenes que estaban en situación de calle, pidiendo de comer en la puerta del súper. Les digo:

—Feliz Navidad.

Sonríen como si no hubieran comido algo dulce en meses. Me agradecen y yo sigo mi camino.

Al avanzar, veo a este pobre hombre, el de la musculosa. Estaba recogiendo la mercadería de la caja. Se le había desfondado en medio de la calle, y la botella de champagne, que ni siquiera era de una buena marca pero se la cobraron como si lo fuera, se hizo pedazos. Por suerte, los dueños de aquella vieja y tradicional vinoteca lo ayudan y le regalan un vino.

Mientras, el pobre trata de pegar con cinta el fondo de la caja para no caer en ese estado a la casa de los suegros.

Al menos esta Navidad todos tienen algo que agradecer: los ricos, por seguir siéndolo, mientras que vos y yo brindemos porque logramos el déficit cero.

Feliz navidad.

Julieta Sciammaro

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