Hay algo nostálgico en cumplir años. No sé si es el recuento de metas no cumplidas, el recordatorio de células muertas o esperar un mensaje que no llega.
Nunca me gustó festejar mi cumpleaños. Mis primeros cumpleaños (o al menos los que recuerdo con la delicadeza propia del cerebro) fueron llanamente malos. Algo tragicómico sucedía, a veces sin el factor cómico.
El único cumpleaños genuinamente ameno de mi infancia fue el que aconteció un 9 de julio del 2007. Nevó en Buenos Aires. Mi vieja me dijo que era mi regalo de cumpleaños.
Cuando era chica, creía tener la capacidad de controlar el clima con lápices de colores: el amarillo hacia que salga el sol, el celeste (no el azul) rompía las nubes en forma de lluvia. Que el clima me regalase nieve tenía sentido para mí.
Pasaron 17 años desde que nevó en Buenos Aires y con el cariño de quien tiene la capacidad de añorar, desearía volver a tener 7 años o, en su defecto, hacer nevar en Buenos Aires usando un lápiz blanco.
Hoy, 17 años después, agito un lápiz blanco frente al cielo a las 01:21 am deseando que nieve. Deseando volver a tener 7 años, deseando creer que el cielo cumple mis deseos.
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