Felicidad, ese mandato. Contra la romantización de una emoción ordinaria.
Jul 1, 2025
Vivimos rodeados de frases que suenan inofensivas pero esconden una maquinaria de control: "en busca de la felicidad", "cada uno encuentra su forma de ser feliz", "la felicidad está en los pequeños momentos". Parecen fórmulas reconfortantes, casi universales. Pero en su repetición hay algo profundamente ideológico: la construcción de la felicidad como meta, como plenitud, como deber.
La felicidad dejó de ser un afecto momentáneo para convertirse en una promesa estructural, en una especie de religión emocional del sujeto neoliberal. Ya no se trata de vivir, sino de "realizarse", de "florecer", de cumplir con una narrativa de satisfacción permanente. Y si no se logra, el problema es tuyo: te falta gratitud, propósito, actitud positiva. Sos vos el que falla, no el modelo.
Pero ¿quién dijo que hay que ser feliz? ¿Qué sistema necesita cuerpos contentos, calmos, agradecidos y productivos?
Nietzsche ya advertía: el ideal de una existencia armónica, serena, "feliz" es un producto cultural que empobrece la experiencia humana. Vivir es, ante todo, conflicto, intensidad, ambigüedad. El sujeto vital no busca estar en paz, sino afirmarse en medio del caos. Y eso implica dolor, deseo, contradicción, pérdida. La felicidad, en tanto meta, no solo es una ilusión: es una forma de domesticación.
Byung-Chul Han, desde otra orilla, muestra cómo el imperativo contemporáneo de "ser feliz" es una forma de autoexplotación afectiva. En vez de opresión, positividad. En vez de prohibición, exigencia de alegría. Y cuando no se logra, sobreviene la culpa: "debo trabajar en mi interior", "algo debo estar haciendo mal". Así, el mandato de la felicidad produce sujetos fatigados, silenciosos, funcionales.
Pero esta crítica no es solo moderna. Ya Baruch Spinoza, en el siglo XVII, ofrecía una forma radical de pensar los afectos sin moralización. En su Ética, Spinoza define la felicidad (beatitudo) no como una meta emocional, sino como el resultado inmanente del aumento de la potencia de existir. Es decir: no es una cima, sino una consecuencia de habitar nuestros afectos con mayor comprensión, sin superstición ni culpa.
"La felicidad no es la recompensa de la virtud, sino la virtud misma" -escribe-. Esto implica que no hay que buscar la felicidad como se busca un objeto perdido: ella surge cuando uno comprende y actúa según lo que potencia su ser.
Spinoza no habla de una felicidad como plenitud estática ni como orden moral. De hecho, para él, las emociones llamadas "negativas" -como la tristeza, la ira, el miedo- no son errores, ni fracasos espirituales. Son variaciones del cuerpo en su relación con el mundo. No hay afecto que deba eliminarse. Lo importante es comprender sus causas, no juzgarlos ni romantizarlos.
Y ahí está la clave: la felicidad no es lo contrario del dolor, ni su superación. Es, como diría Spinoza, un modo intensificado de la existencia cuando esta logra organizarse en armonía con su potencia interna. Y eso no ocurre por decreto, ni por coaching, ni por sonrisas falsas. Ocurre, si ocurre, cuando dejamos de forzarnos a estar bien.
Acá aparece una crítica fundamental: esa idea de felicidad es profundamente eurocéntrica y blanca. La felicidad entendida como una meta alcanzable, como un estado de plenitud interior que se construye a través del esfuerzo personal, está marcada por una visión occidental y colonial de la vida. En la modernidad europea, el sujeto blanco, burgués y racional se ve a sí mismo como el centro de una vida que debe alcanzar la felicidad a través de la autodeterminación, el consumo y la planificación. Este concepto de felicidad no solo es una ilusión individualista, sino que es profundamente clasista, racializada y colonial.
La promesa de la felicidad como derecho personal está íntimamente ligada a la construcción de un sujeto blanco, autónomo y propietario, que puede disfrutar de sus privilegios y vivir una vida estable, segura y "plena". Pero ¿qué sucede con los cuerpos que no se ajustan a esa narrativa? ¿Qué pasa con aquellos que viven en la precariedad, que enfrentar el racismo, la violencia estructural, la colonización de sus territorios y de sus cuerpos? ¿Cómo pueden estos cuerpos acceder a la felicidad según un modelo que los ha excluido desde el principio?
Achille Mbembe habla de cómo el sujeto blanco occidental, al construir su subjetividad como "universal", lo hace sobre la exclusión de los demás, sobre el despojo de aquellos cuerpos racializados y colonizados. La felicidad blanca -libre, plena, sin conflicto- es imposible sin las ruinas que deja atrás. Por eso, la felicidad que se impone como estándar global no solo es un concepto moralmente dudoso, sino colonial. La felicidad que nos venden oculta las desigualdades estructurales y sacraliza la resiliencia obligatoria: la exigencia de que los pueblos oprimidos sean "felices" a pesar de las cicatrices históricas.
Por eso, esa retórica de la felicidad también es colonial. Porque imparte culpa donde debería haber historia, y exige bienestar emocional donde hay duelo estructural. Es un mandato emocional que borra la desigualdad y sacraliza la resiliencia obligatoria.
La felicidad no es un lugar al que se llega. Es, en todo caso, una forma transitoria de conexión con uno mismo y con el mundo, que aparece y desaparece, como todo lo que está vivo. No es una virtud suprema. Es una emoción más del montón.
Por eso, en vez de preguntarnos cómo ser felices, quizás haya que preguntarnos cómo resistir la obligación de estarlo. Cómo desromantizar una emoción, sin negar su valor, pero sin convertirla en ídolo. Cómo habitar la tristeza sin culpa. Cómo militar el deseo sin "equilibrio". Cómo pensar sin afirmaciones de autoayuda.
Porque al final del día, como nos enseña Spinoza, no se trata de buscar una emoción correcta, sino de comprender lo que somos -con todo lo que eso implica- y afirmarlo con claridad. Y eso no se parece en nada a la postal que cuelga en la heladera con la frase "sé feliz".
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