Eucaristía del veneno

En la capilla de nuestras costillas rotas,

rezamos con jeringas llenas de luz negra.

Tú me ofreces tu cuello como un cáliz astillado,

yo vierto en él mis mentiras fermentadas.

Esta es la misa donde nadie se redime:

tus uñas escriben salmos en mi espalda,

y yo, arrodillado en tu vientre de espinas,

busco a Dios entre los cortes que no cicatrizan.

Amor, somos dos monstruos con hábitos de monja,

practicando el exorcismo de abrazarnos desnudos.

Tus drones de gasolina, mis fósforos cansados,

encienden un infierno que ni el diablo reclama.

—¿Recuerdas la primera vez que me mordiste el alma?—

preguntas mientras mezclas whisky con pastillas de azufre.

Yo asiento, destripando la cicatriz en tu muslo,

donde guardabas las flores que te envié desde el abismo.

Hacemos el amor como se firma un pacto:

tú dibujas una cruz invertida en mi pecho,

yo clavo tus gemidos en el cuaderno de recortes

donde coleccionamos los nombres de lo que pudimos ser.

Ritual de las 3 a.m.:

Tú apuñalas el espejo donde juré amarte,

yo bebo el vaho de tu respiración tóxica.

El teléfono suena con voces de parientes muertos,

pero solo obedecemos a nuestro himno de cuchillas.

En el entre techo acumulamos promesas como dientes arrancados,

jugamos a enterrarlos vivos bajo la lengua del otro.

Tú dices que el dolor es el único idioma que compartimos,

mientras tejes una soga con mi cabello y tus versículos.

Mañana volveremos a comulgar con las arañas,

a limpiar las heridas que expulsan óxido y aleluya.

Porque este es el reino que construimos sin querer:

un altar donde dos demonios practican el arte de sangrar

para probar que aún pueden sentir.