Estoy enamorado. Lo sé, pues la piel de la mía musa –el fruto más dulce jamás degustado por los paladares grotescos que habitan esta ciudad– se ha vuelto un vicio caótico. Ya no sólo anhelo saborearlo una vez más, sino apoderarme, sin sutilezas, de dicho manjar.
No es tarea ardua, pues compartimos lecho desde hace ya una eternidad (o, véase, como tal) y danzamos con ternura, golpeados por la ávida tempestad, que es cruel e incesante y, si se piensa fríamente, una forma de que este nuestro baile mejore con cada empujón, pues, ¿quién es si no mejor mentora que la naturaleza, regidora de devociones, creadora de vida y dueña del humano corazón, para guiar nuestro baile?
Y nuestro cuerpo no es único en movimiento ya que, con un ritmo constante, el corazón balbucea las sinfonías que nos hace perecer amablemente en batalla. El amor no es más que una guerra, una que no usa armas –Las palabras son más nocivas que las propias balas– y cuyos participantes, curtidos en experiencia, pretenden palidecer tan gravemente como un moribundo, evitando así ser partícipes de dicha masacre; no obstante, no hay escapatoria de la misma, debiendo pelear con lo que nos otorga la consciencia, virtud de necios, y que nos define como especie: El conocimiento, pues dicho atributo –o maldición– nos otorga la seguridad de saber cómo actuar y que quizás, en lugar de usar las palabras, peligrosos utensilios, bastará con abrazar dulcemente, enmudecidos de amor, para que ambos puedan sacar bandera blanca y finalizar el encuentro.
Y a veces, a pesar de que las balas son disparadas al aire, sumergiéndose en el olvido del cerebro, alguna puede impactar –torpe casualidad– sobre una mecha olvidada, una que en su momento pudo causar el fin de los tiempos, trayendo consigo la mayor catástrofe jamás registrada, pero que ahora explotará con debilidad y sus restos, amargamente, salpicarán sobre los cimientos inquebrantables –o, mejor dicho, inamovibles– de nuestro hogar. Pero eso no significa que vaya a caer, no; ya que lo que hemos forjado ahora forma parte de la tierra, y esta no caerá.
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