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    Este no soy yo, no soy mecánico.

    JXIV

    Abr 4, 2024

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    Salí del cuarto esperando algún tipo de diferencia de lo que había hecho después de esperar unos segundos. Algún cambio de visión que me permitiera cambiar la perspectiva. Me pregunté si las próximas personas que ocupasen ese cuarto sentirían la misma desconexión que yo, producto de un trabajo vacío, aplastante y para nada salubre, esperando a que superficiales desconocidos pudieran captar el mensaje que le estaba dejando inconscientemente.

    Estaba siendo vigilado. El supervisor tenía un ojo en la espalda, al parecer. Acaté las órdenes como me aconsejaron. De nuevo, esas sensaciones de desconfianza me inhundaron. Después de un tiempo bajo la misma regla de la pulcritud, era más que evidente que no había aprendido nada. Nada de lo que una irrelevante hoja de vida podría transmitir, pero lejos estaba de ser una mentira.

    Entré de nuevo. Quise ser sincero al respecto, pero había más que unas simples palabras positivas podrían ocultar. El lugar estaba bien cuidado, nada lejos que unos colores beige y rosa pálido no pudieran hacer más que la normal decoración moderna arquitectónica imitando estilos europeos. Quería estar en París o en cualquier parte que no fuera esta. Lo que más me gustaba solamente eran esos costosos electrodomésticos. Todos muy funcionales y rápidos en el momento que te levantas arrastrando los pies de la cama a la cocina, somniolento, te encajas un sandwich seguido de un café negro con el objetivo de cargar energías y con sólo eso te convences que todo en tu día saldrá bien.

    Lo hice todo. Intenté demostrarle lo mucho que conocía, sin embargo, en todo lo que podía pensar era lo mucho que un lugar tan tranquilo podría aportarme. Sí, quería esa cama, esas baldosas bien pulidas, la mesa del comedor minimalista, las perchas. Todo estaba tan perfectamente en su lugar haciendo contacto con los deseos más terrenales que los pretenciosos suburbios te despertaban que antes de venir creías que no los tenías, y ahora estaban ahí golpeando tus ganas de empujar a quién se atreviera a convencerte de lo contrario.

    Odiaba el trabajo. Joder, lo odiaba. Días después, estaba sumamente agotado. Ya no lo quería más. Necesitaba que todo volviera a ser como antes. Yo quería volver a ser cómo antes. Bajo control, sin tapujos. Pero algo no me lo permitió.

    Una voz fuerte y malsana en mi mente me decía que iba a ser capaz de lograrlo, pero mi cuerpo no. Estaba débil, caminando bajo el cielo nublado, arrastrándome en el concreto. Miré que estaba yendo en la dirección equivocada y definidamente no estaría allí a tiempo. Ansiedad. El calor del miedo me recorrió de arriba a abajo. Pensaba en los demás, ¿por qué? ¿acaso ellos podían adivinar a donde me dirigía? si fingía al menos estar perdido, ¿me llevarían a casa?

    No pude darme cuenta lo mucho que necesitaba regresar en el tiempo, arreglar el pasado, y eso mismo me decía de lo que verdaderamente debía ocuparme. No podía estar aquí. Me encontré temblando, pesado e inconsolable. Por dentro, las cosas no mejoraban. Estaba profundamente avergonzado.

    Llegué al sitio y la situación me provocó un nerviosismo turbulento. El clima torrencial no hizo más que aumentar los deseos de estar abrazado bajo unas cobijas con tu mascota a los pies de la cama haciéndote companía. El empleado de turno parecía estar atrasado en sus labores. Quería hablar, presentarme, entablar conversación, pero ante la mala cara de los superiores me vi obligado a descartar cualquier tipo de posibilidad de sociabilización o pérdida de tiempo y seguí la corriente.

    Subí las escaleras comenzando de inmediato. Quería terminar rápido e irme, sin embargo, el tiempo se hizo cada vez más eterno y eso fue por una razón. No encontré la fuerza suficiente y la coordinación me fallaba. Pensé que iba a caerme; podría fingir un desmayo ante la falta de bocado y me creerían, porque eso estaba lejos de ser una mentira. No me había dado tiempo de sentarme ni medio segundo. Un estrepitoso sonido cayó de lleno al suelo de abajo y ese había sido una botella de alcohol mal colocada en el rellano de la escalera. Fue la mía. Sí, estaba lejos y tan desconectado de mí. Las palabras del superior que buscaban apresurarme no estaban dando el debido resultado. Se quejaba. Rumiaba. Corregía. No mostraba ni una pizca de conformidad ante el resultado de enfrente. Quería gritarle, ya estaba rebalsado, no era justo, no era humano. Este no era yo, yo no era una máquina. Sé lo insatisfechos que estaban. Pude sentirlo y permanecí con esa sensación durante el resto de las horas que el intenso labor requería más de mí más que nadie. ¿El otro empleado de turno había acabado ya? No tenía forma de saberlo a ciencia cierta, pero a juzgar por las conversaciones del piso de abajo, eran malhumoradas, insulsas, desabridas, deshacertadas. No iban a ninguna parte ni resolvían la cura contra el cáncer. ¿De verdad se robaron una cobija del sofá? ¿Tenía eso alguna relevancia de tamaño tan titánico como le hacía parecer y estresarle a mi desconocido compañero de turno con absurdas explicaciones? Si no he mencionado antes de los exagerados estándares que exige la empresa es porque a nadie le interesa.

    Arrastré un poco los pies al día siguiente, pero mi actitud era diferente. Más optimista, más descansado. Estaba en camino con mi horario justo, eso fue una desventaja, y para amargar el asunto para variar, faltaba algo. Una súbida de energía que sólo la cafeína podía aportar. Algo me decía que hoy no iba a ser el día para satisfacer ese deseo, entonces soporté y soporté, y al llegar supe que no podía beber el café que sólo los clientes de allí podían beber. Me quejé dolorosamente. El único placer que un hombre promedio de salario justo se puede propiciar se reduce a ingerir una mínima cantidad de líquido negro como el petróleo para transportar adrenalina a cada célula, ¿qué clase de mundo es este? Chico, nada es gratis. Ni siquiera el sexo lo es.

    Tuve una buena jornada en las primeras horas a pesar del déficit de alimento y de café. Me recargué con la música más acelerada que pude haber encontrado, hasta que de repente, mi teléfono sonó. A veces me arrepiento de tener uno de esos vacíos aparatos culpables de tantos divorcios. Contesté al número desconocido creyendo que era mi supervisor pero resultó que era uno de los superiores responsables de la excelente elección de empleados. Estuvo unos minutos pregúntandome qué tal estaba, y fue como reanudar viejos recuerdos donde la falta de credibilidad en el otro sabotea tus amistades. Si no hay confianza no tenemos nada. Quería cortarle la llamada. No iba hablar. No podía creerle ni una sola palabra cuando quiso saber cómo me sentía con mi puesto, porque sinceramente yo no lo sabía. Acallé mi instinto como todo hombre que deja de lado sus sentimientos hasta dejar de sentirlos porque eso es lo que esperan. Me acostumbré a ignorar mis necesidades que solo vagan en la carencia. Ya no tenía a quién culpar, pero mi voz habló antes más de lo debido impidiendo decir alguna mentira. Quería conservar el puesto, de verdad esa era mi intención, pero un capricho me hizo decir que esta podría ser la primera vez que podría irme dignamente con la cabeza en alto en lugar de repetir la historia. Colgué como si arrugara un papel insignificante para destinarlo a la basura y continué. Creí que estaba cerca de terminar, pero la llegada del supervisor fue el freno que atrasó mi hora de salida.

    Revisó que todo estuviera en orden, de igual forma, no comentó acerca de los detalles que a mí más me preocupaban. Eso me inquietó. Yo, principalmente, no me sentía conforme. Para mí aún había mucho desorden. No pude acabar con lo que estaba haciendo porque inmediatamente tuve que atender con aquello que me decía. En ese momento, debí haber detenido todo y fingir demencia. En el contrato debieron especificar que había que cuidarse de no sufrir un derrame cerebral por exigencia excesiva pero era de agradecer que me lo estaba tomando todo con mucha calma. El supervisor me aclaró que no era su intención ofenderme. No había garantía conmigo porque la presión estaba siempre presente. Fue hablándome de los errores del día anterior. Me quejé internamente. Estaba harto de los errores. Nunca pude saber qué pude haber hecho bien. Luego, hubo una espera. Tenía que envíar una respuesta ese día porque aparentemente no querían perder el tiempo.

    Mi ego estaba débil, al igual de un futuro incierto donde las oportunidades eran desigualitarias. La justicia no existe. El reconocimiento del exterior es vacío y sólo otorga una satisfacción momentánea. El dinero se diluía como la arena. Luché contrarreloj sólo porque estaba apurado. Cerré la puerta y salí con mi ropa habitual, como me mostraba habitualmente al mundo. Así me veía mejor supuse. Era un poco más yo mismo para decirlo así. Ligeramente más cerca de mí y más aproximado a un maníaco-depresivo. Entregué las llaves y el uniforme, luego me despedí para siempre. Mi supervisor era eficiente después de todo, esa fue la impresión que me dio. Absorbí lo excesivamente cansado que estaba. El único momento que éste se sentía en confianza era cuando daba órdenes, y el resto, yo pensaba que tenía sus fallas. Hacía su labor, pero yo no creía en sus palabras. Era pasivo-agresivo, receloso y hablaba con eufemismos.

    Finalmente me senté. Ignoré el hecho de que mi sesos funcionaban menos que un zombie por la falta de sueño y bebí mi dosis pequeña de cafeína. Estaba ahorrando baterías; mi objetivo era recargarme y no sabía cómo hacerlo. Una vez más, era invisible. Fantaseé con ideas irreales de como sobrevivir a un sistema capitalista que no tiene el suficiente nivel de materia gris para la legalización de armas. Algo fallaba. Algo faltaba. Otra guerra biológica o una purga para beneficiar a los más inadaptados. Reflexioné como esto no había valido la pena ni un poco. Un títere es sólo un retazo de tela sin vida sin un titiritero. Siempre se necesita alguien detrás que tire de los hilos para que funcione, ¿acaso me he comportado como una marioneta todo este tiempo? En mi camino leí algunos fragmentos de libros de psicología, pero lo abandoné de inmediato cuando empecé a sentirme incómodo ante la realidad dándome puñetazos en la cara.

    JXIV

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