El tiempo pasa frente a sus ojos, la luz del sol que golpea su espalda invoca sombras frente a él, una oscuridad que se mueve poco a poco con cada segundo, cada minuto, cada hora. Él permanece ahí, en silencio, sus palabras mudas y sus ojos pétreos. No recuerda su nombre, no recuerda su voz, no recuerda su historia ni su rostro. Simplemente permanece allí, sus ojos siempre apuntando al suelo. Hace tiempo olvidó cómo era ver el sol, el cielo, la luna o las estrellas. Condenado a contemplar el mundo de los insectos, verlos nacer, vivir y morir, un ciclo del que ya no es parte hace mucho tiempo. Condenado a ver la tierra bajo sí mismo moverse con la erosión del viento, del agua de la lluvia, de los años. Alguna vez fue una persona, eso supone, aunque ya no recuerda el concepto. ¿Qué es una persona? Siente como si siempre hubiera sido así. No recuerda el día, hace miles de años, en que su piel palideció y se endureció. El día en que se volvió de piedra, inmóvil, y se transformó en una cosa quieta como sus compañeras sin vida a su alrededor. Ni siquiera las plantas y los árboles eran tan inmóviles como él; ellos crecían, se comunicaban, vivían por sí mismos y por las criaturas que se resguardaban en ellos. Criaturas que a veces se resguardaban en él, inconscientes de su conciencia, devolviéndole un poco de la vida que perdió. Pero es de piedra, y las piedras no piensan, viven de otros y están condenadas a ver los días pasar, fósiles que no pueden hacer más que dejar que el sol pase a sus espaldas y las sombras se escondan a sus pies.
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