Pensaba que si iba al lugar donde el silencio y la esperanza predominaban por excelencia, lograría mantenerme cuerda durante mi juventud. Así es como llegué a la parroquia más cercana a mi casa. No sabía rezar, no estaba bautizada y apenas comprendía las imágenes que decoraban las paredes, pero el frío de esa estructura inmensa, sin luz directa del sol, me transmitió una calma inexplicable para una mujer agnóstica. Me acerqué al confesionario, como había visto en películas, y hablé todo lo que pude. Sentí que algo dentro de mí se ordenaba y me aferré a ese ritual.
Una tarde me encontré con él, llevaba una camisa blanca y tenía pasos firmes. No sabía si era sacerdote o aprendiz, sólo sé que cuando me miró, olvidé mi propósito. Si hubiese sabido en ese momento lo que era un pecado, jamás lo hubiese mirado a los ojos. Su presencia, tan tranquila, desarmaba mi idea de pureza. Mi cuerpo, el que había intentado llenar de paz, se balanceaba hacia él, como si esa fuera mi oración.
Él se acercaba descaradamente, quizás porque le causaban curiosidad mis movimientos. Cuando empecé a llegar más temprano solo para verlo, él lo notaba y me sonreía. Usaba mi nombre todo el tiempo y no podía pedirle que dejara de hacerlo, me gustaba pensar que cuando no quería nombrar a Dios en vano, me nombraba a mí.
Sabía que estaba comprometido con Dios. Pero no entendía por qué Dios me lo prohibiría así. ¿Por qué lo querría solo para él? Supongo que yo hubiese hecho lo mismo. Fue imposible reconciliarme con la presunta fe; la abandoné antes de siquiera saber si él podría despojarse de la suya.
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