Su rostro se ocultó, bello, tímido.
Su boca expulsaba ráfagas de amor,
ascendía y descendía, incontrolable.
El mundo se pintaba de estrellas
bajo las contracciones de mi espina dorsal.
Un gorjeo ahogado se hizo oír,
como el canto apagado de un pájaro, al amanecer.
Sus ojos me observaron, brillantes,
imploraban todo el amor.
El leve calor de las respiraciones,
no hacía falta más que nosotros.
En el infinito plano astral, sólo estaba ella,
y la busqué, enloquecido, entre la bruma de placer.
La sinfónica melodía que ella tocaba,
tomando mi batuta en sus manos,
haciéndola danzar en el vaivén del deseo,
controlando la orquesta.
Fue entonces cuando entendí,
había caído demasiado sumido, sumiso,
dentro del interminable espiral de su adicción.
Las reacciones químicas flotando,
gritando su nombre, fuera de sí.
Sí, lo entendí, la fiebre que inunda el corazón,
ese brillo que quita el aire y que embelese,
era más que deseo, era devoción,
y sólo por ella, no cabía dudas.
Ya no había escapatoria, ya no era mío.
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