Espinas en el Lenguaje

A veces no les pasa que no es que no queramos decir lo que sentimos, sino que simplemente no sabemos cómo. Lo que llevamos dentro se enreda, se queda a medio camino entre el pecho y la boca, y cuando por fin sale ya no suena como lo imaginamos.

Y eso, sin querer, puede herir.

Uno cree que está diciendo “me importas”, pero el otro escucha “me estás molestando”. Uno quiere pedir ayuda, pero lo que sale es un silencio largo, o una frase cortante. Uno quiere acercarse, pero termina alejando. Y no por maldad, sino por torpeza. Por miedo. Por no saber cómo ponerle palabras a lo que arde por dentro.

Es como tener una flor entre las manos y no saber cómo entregarla. Apretarla demasiado y que se rompa. O dejarla caer sin querer. O extenderla en el momento equivocado, cuando el otro ya no está mirando.

Las palabras son frágiles. Y lo que no se dice, también pesa. Se acumula. Se transforma. A veces en rabia, a veces en distancia, a veces en un silencio que grita más que cualquier voz.

No siempre es falta de amor. A veces es falta de lenguaje. O de calma. O de tiempo para ordenar lo que sentimos antes de soltarlo.

Hoy aprendí que no basta con sentir. Que también hay que aprender a decir. A cuidar la forma. A mirar al otro mientras hablamos. A revisar si nuestras palabras están regando o marchitando.

Porque incluso la flor más hermosa, si se lanza con descuido, puede herir. Puede marchitar lo que apenas estaba brotando. Puede cerrar lo que ya se estaba abriendo. Puede convertir un gesto de amor en una espina mal colocada.

Y lo más doloroso es que a veces no lo notamos, hasta que el vínculo se vuelve más frágil que el pétalo que quisimos ofrecer.

Por eso, hoy más que nunca, entiendo que hablar no es solo decir. Es cuidar. Es elegir. Es regar con intención. Porque lo que no se expresa con claridad, a veces florece como confusión. Y lo que no se cuida con palabras, puede perderse en el silencio.