Tras recibir la pelota, trato de aguantarla como sea del rival que intenta anticiparme y termino zafando. Zafo porque giré un segundo antes, para cubrirla, y pude salir airoso de la pequeña baldosa. Mateo me levanta el brazo y como está solo hago que la pelota siga circulando hacia el costado izquierdo, pero cuando recibe no encara porque su marca le llega, barriendo la cancha hacia su lado, por lo que gira y juega atrás, dándosela al central para volver a empezar de nuevo. Yo por mi parte retrocedo y me le acerco, con la incansable intención de evitar el pelotazo. Ellos tienen defensores altos y corpulentos, que nos han ganado casi siempre de arriba a lo largo del partido. Entonces sí, Juan parece darme la razón con eso del pelotazo y me da el pase al pie. Pero al segundo de habérmelo dado me grita que me van, que me comen, que reaccione, y yo vuelvo a tratar de cubrir la pelota con el cuerpo, pero esta vez al estar de espaldas me es imposible adivinar por dónde me vienen y el mismo cinco al que le gané segundos antes el duelo, ahora me lo gana a mí, con la diferencia de que me la saca con el arco de frente y mucho más cerca del área. En el intento de cubrir el pase, sospechando que no voy a llegar, trato lo más rápido posible de tirármele a barrer, pero definitivamente él es más rápido —como lo ha sido durante todo el partido— y le pone antes el pase filtrado al nueve, logrando salir inmaculado de aquella jugada. Yo, mientras raspo la superficie con todo mi cuerpo producto de la barrida, veo cómo el nueve logra inyectarse entre los centrales y pegarle de primera, así como viene, formando un chumbazo que apenas se desvía por encima del travesaño. Entre los defensores nos miramos sin decir una palabra. El denominador común está en la mente de cada uno y es muy evidente: no hay forma alguna contra estos tipos.
Las palabras de aliento son vanas, porque nadie parece siquiera contagiarse. Cada uno de nosotros está en su mundo, ajeno al resto, incapaz de comprender cómo puede estar pasando lo que está pasando. Si estos tipos eran malos, si se suponía que era un partido fácil. Cómo podía ser que así fuera el desenlace de la cosa. Tras levantarme del piso, vuelvo hacia la mitad del terreno y le digo a mis amigos que salgamos, que adelantemos las líneas, que dale que aún se puede, y antes que Nicolás reponga de abajo, escucho al réferi que de un grito nos avisa que agrega cuatro más, haciendo feliz a nadie por lo irrisorios que nos resultan esos minutos y la trágica eternidad que aparenta ser para ellos. Nicolás saca un tiro alto y lejano que posiblemente sirva de nada y, mientras la pelota viaja, me envuelve una efímera melancolía que me dice que el asunto está perdido. Que por más tiempo que le quieran agregar a la cosa, su decantar es obvio. Y yo me voy a acordar hasta el día que volvamos a jugar una semifinal así (algo poco común en nosotros) cómo perdí la marca en el córner de forma tan estúpida, para que ni bien comenzado el segundo tiempo ellos se pusieran en ventaja y cerrasen el partido del modo más trabado e injugable posible. Sobre todo por eso. Porque pagábamos caro el no haber aprovechado las chances que habíamos tenido en el primer tiempo, en un partido que venía siendo reñido, pero abierto, y por mi estupidez de haber soltado al fulano en el gol, la cosa había tomado un color completamente antagónico a lo que venía siendo. Desde aquel momento el tiempo comenzó a escurrírsenos de las manos, mientras ellos agregaban defensores a sus líneas a mansalva y se mostraban inaccesibles de mitad de cancha hacia atrás. Con el correr de los minutos el partido se quebró, porque ellos no podían terminar de liquidarlo y para nosotros empatarlo resultaba una quimera, dado que ni siquiera podíamos salir jugando cómodamente de abajo. Y así, de ese modo, habíamos llegado a los noventa minutos de juego. Con una lamentable esterilidad ofensiva, la pelota quemándonos los pies y el fatídico presagio defensivo, que constantemente nos decía oído que si seguíamos pelotudeando con las salidas del fondo nos liquidarían de una vez por todas el partido. Por lo que así jugaba yo, luego de haber cometido el error en el gol, con esos pensamientos que no hacían más que atormentarme y se agigantaban aún más ante cada perdida de duelo con el cinco rubiecito de ellos, que suplía en todo momento su falta de habilidad con una perspicaz inteligencia.
Ahora tan solo floto por la mitad de la cancha, viendo cómo a nuestros delanteros los hacen correr de acá para allá con pases de defensores, como si los hechos se diesen solamente para confirmar esa melancolía que me ha envuelto hace instantes. El tiempo pasa y sólo profundiza nuestra desesperación, mientras la pelota circula entre los rivales y los nuestros corren como pueden, incapaces de llegar a tiempo. “Ole, ooole” me grita mi mente, mientras contemplo la escena, como si ella también jugase para ellos y me provocase el impulso de salir de punta, rompiendo la simetría que intentamos sostener hasta ahora. Es ahí, justamente, en esa sucesión de pases defensivos cuyo único fin es dejar correr al tiempo, donde pecan de obstinados y de tanto tocar Agustín finalmente adivina el pase —que es lento y anunciado— y le sale de punta al defensor que está por recibir que, al ver el peligro inminente, revienta la pelota a la mismísma estratósfera.
La pelota me pasa por arriba y hay tan pocos jugadores de este lado de la cancha que Nicolás sale de su área para anticipar el pique y controlarla antes, por lo que me acerco y se la pido, mientras veo que los rivales van volviendo con una excesiva lentidud, priorizando el resguardo defensivo. Será lo bueno de tener uno la obligación de buscarlo, pienso, mientras hago el traslado y veo que tengo el pase fácil con Tomás. De todos modos allá lo veo a Agustín nuevamente, que está parado de extremo izquierdo y me señala el arco, como para que se la ponga ahí, al pique, y él al galope le pruebe como venga. Pero no. Dividir la pelota y arriesgarla así con el poco tiempo que queda me parece una locura, por lo que opto darle el pase a Tomás que lo tengo cerca. Lo que en ningún momento logro percibir es que él ya vio de antemano a Agustín y por eso la ha pedido; por lo que, ni bien recibe mi pase, se da media vuelta, se perfila y le pone de un sacudón el bochazo al vacío.
Agustín irrumpe en el área con la pelota viajando a sus espaldas, ya pensando en cómo se dará vuelta para darle bien de lleno y que no se le vaya por las nubes. Uno de los centrales cuando lo ve trata de seguirlo, pero cuando se aviva ya tarde, porque se le ha metido por la espalda en velocidad de cara al arco. De todos modos, el inconveniente para Agustín viene a continuación, cuando levanta la vista y sospecha que, eso de pedir el pase de mitad de cancha, filtrarse entre los centrales con la pelota al vuelo, tener tiempo para darse vuelta, recibir y darle así, de lleno como venga, resultará un paraíso imposible, porque Tomás efectivamente le puso el pase con la cara externa de su pie, pero por pasarse con la rosca con el derechazo se le terminó abriendo demasiado. La cosa entonces es distinta a lo pensado y Agustín afloja su corrida cuando cae en la cuenta de ello, pero de todas maneras no da nada por perdido y trata de ir aproximándose hacia donde supone que va a terminar picando, mientras el balón sigue abriéndose en lo alto y, mientras más se abre, más evidencia a Tomás en lo mal que le ha dado. A sus espaldas —contemplando panorámicamente todo— tuve que aceptar que, si la vida nos había querido dar una oportunidad más, en el pie derecho de Tomás estaba el motivo de lo irrevocablemente perdido.
El mismo defensor que minutos atrás había hecho el susodicho despeje a la estratósfera, presionado por Agustín, es quien ahora queda a la espera del fallido pase, que aun se demora en bajar por la altura que ha tomado. Los problemas para el tipo comienzan ahora, cuando —por malo o negliglente— toma la decisión de dejarla picar, dándole un espacio más de tiempo a Agustín a que se siga acercando. De paso, también se lleva algunos insultos el tipo, y yo, casi sin darme cuenta, durante todo ese tiempo me he ido acercando a la escena, más sumido en mis pensamientos que en el decantar de los hechos. Pero lo que veo ahora me despabila, porque Agustín resulta que llega y, además de llegar, le gana la posición con el cuerpo al ingenuo defensor que dejó picar esa pelota. Además de ganarla—peleándola con su perfil y también con su espalda—logra dormirla en sus pies y aguantarla como puede, mientras el otro intenta agobiarlo, desesperado, con el notorio cuidado de no querer hacerle foul. Y lo que viene a continuación me sorprende sobremanera, porque a los dos defensores centrales que se encontraban en el área se les da por salirle de punta a Agustín cuando ven que le gana el duelo al otro. Supongo que habrán relacionado el poco tiempo que quedaba con que tres marcando a uno es cosa juzgada, pero lo que no tienen en cuenta, estos tipos, es el atolondramiento que acaban de cometer, dejando completamente depejada el área. Entonces yo me avivo, mientras veo la cara de desesperación de su arquero al percibir lo mismo, y con el último aire que me queda de la tarde, pico derecho en dirección al área, gritándole desaforadamente a Agustín —tras ver que pudo girar un cachito, y verme— que me la dé, que me la juegue, que estamos, que es sólo un pase hacia el medio y quedo mano a mano; sólo un pase y la mando a guardar, para después ir a los penales y ganarles. Si uno lograse sacar una foto y detener aquella acción, tendría un plano para el recuerdo, con Agustín juntando tres marcas sobre la raya y yo, al vuelo, por entrar al área, insólitamente solo, y el arquero anonadado, sin encontrar explicaciones en el desenlace de los hechos. Entonces click, salta el flash, y la foto es esa: Agustín sofocado, el resto de los jugadores rodeando la escena (pero en babia) y yo sin marcas, eufórico, mostrándole con la palma de mi mano lo fácil que es el camino a la gloria.
Pero no. No va a ser el caso. Y pese a que me parezca imposible el hecho de que algo así no pueda darse, esto no se va a dar. Porque mientras voy amainando la carrera no me termina de entrar en la cabeza cómo Agustín es capaz, habiéndome visto, de hacer lo que hace. La foto ya se tomó y los tiempos son otros. Mi postura es otra, porque entiendo a la perfección que no me la va a dar. El hechizo se quebró porque la cancha tiene límites y en algún lugar se termina, por lo que tengo que frenar mi carrera, sabiendo que estoy imposibilitado a picar al vacío eternamente. Y todo resulta ser peor, ahora, porque dos rivales se avivan y me hacen sombra llegando a marcar el pase. Entonces ya está, el hechizo se rompió, y la foto tomada hace instantes es cosa de otra historia. El sólo pensar el abanico de posibilidades que tenía esta historia y en cuál ha decantando me provocan una profunda molestia. Pero por sobre todas las cosas lo que más me molesta es su egoísmo, mientras lo veo dubitativo, asfixiado por la marca, logrando aún aguantar la pelota. Ahora se la pisa un poco a los defensores, dando unos pasos hacia atrás y quedando frente a ellos, a espaldas de la raya del lateral.
El área ahora es un mundo de gente, y si pude haber mencionado segundos atrás algo relacionado a un hechizo, ahora no hay magia que pueda llegar a existir dado que el partido entero le presta atención a la jugada y todos vuelven a reposicionarse. La jugada dejó de ser cosa de pocos. El pelotazo largo que sólo incluía a los tres defensores, a Agustín y a mí, por su estúpida pérdida de tiempo hace que ahora todos formen parte de ella. Entonces, esperando entre el tumulto, para mí no existe otra posibilidad que Agustín tire un centro incómodo, con chance de ser interceptado, que, en el peor de los casos, termine por decantar en una nueva contra.
El primero que le llega parece anticiparlo y Agustín con la zuela se acerca la pelota nuevamente. Ole. Se le hizo un hueco. Que tire el centro, por favor, pienso, mientras levanta la cabeza y me ve, rodeado, levantándole la mano. Y no, no lo tira, y nunca lo va a tirar en su puta vida, entiendo finalmente, el muy hijo de mil putas, calesitero, egoísta, porque volvió a bajar la cabeza, y eso significa que va a quedarse en la esquina dándole y dándole, enamorado de sí mismo, en vez de tirar de una vez por todas el maldito centro. Pero es justo ahora cuando todos mis insultos se van al tacho, todos mis sentimientos de odio hacia él se dinamitan, y mis sensaciones cambian y se ponen en la vereda de en frente a lo que pensaban hace segundos, porque no puede ser real lo que estoy viendo. No puede ser real que el tipo, después de amansarla con la zuela hacia sus pies, junte ambos rodeando la pelota, los levante hacia atrás y los abra, haciendo que la pelota se levante por su espalda, por su cabeza, y pase por arriba de los tres defensores que lo marcan. Es más utópico pensar que en esta fracción de segundo el mundo parece transformarse en silencio y las personas convertirse en estatuas. Ninguno de los marcadores que tan violentamente le habían ido de punta se movió, inmersos en el desentendimiento de lo que estaba haciendo un jugador como Agustín que no había provocado una sola situación clara de gol hasta el momento. Ninguno de los que esperábamos en el área nos movimos. Nadie afuera, en la tribuna, pareció moverse. Todos quedamos estaqueados, tratando de entender cómo la realidad cambiaba y lo que parecía obvio dejaba de serlo, en este mundo de estatuas, silencio y tiempo para resolver, donde Agustín pasó sin impedimento a sus marcadores con la pelota mientras tanto en el aire y esperó a que termine de bajar para darle un zurdazo, con la punta del botín, rozando sus tres dedos.
Marzo 2023.
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