Esencia de vainilla.

Siempre veía a mi abuela preparar dulces, bizcochos y pasteles con esencia de vainilla, y me fascinaba cómo su aroma encantaba el vapor de la cocina. Era un perfume tibio, como si los recuerdos decidieran hacerse visibles por un instante y caminaran entre las cucharas de madera, los frascos desordenados, las ventanas empañadas.

La vainilla olía a todo lo que uno querría conservar en un frasco pequeño: la risa de una tarde larga, la voz de alguien que ya no está, esa clase de amor que uno cree que no se acaba.

Y claro, crecí creyendo que si algo olía tan bien, debía saber igual. Hasta que un día, en una especie de ritual infantil, me animé a probarla directamente del frasco. No el postre, no el bizcochuelo, no el flan… sino la gota pura, desnuda, esencial.

Y no supe qué hacer con ese sabor.

Era amarga. No amarga como los desacuerdos o el café de madrugada, sino una amargura que parecía no pertenecer a este mundo. Un gusto químico, casi como morder una ilusión cuando ya se ha podrido. Sentí una traición sutil, de esas que no hacen ruido pero dejan cicatriz.

Pasaron años hasta que entendí que hay personas así.

Vínculos que se presentan con una fragancia encantadora, casi irreal. Te rodean con palabras dulces, con gestos suaves, con una calidez que parece receta de infancia. Personas que desde lejos huelen a abrigo, a complicidad, a promesa.

Y uno, con el alma entreabierta, se acerca.

Y prueba.

Entonces llega el golpe: no son lo que parecían. Duelen de una forma distinta, como duele el perfume de una carta que ya no se escribe, como duele un lugar que fue hermoso y al que ya no se puede volver.

No es culpa del corazón, que solo quiso creer.

Es que hay esencias que fueron hechas para el engaño.

Huelen a dulzura, pero saben a mentira.

Y uno se queda con ese sabor en la boca, ese hueco entre las costillas, preguntándose cuántas cosas en la vida son solo aroma, apariencia, un vapor tibio que se disuelve antes de tocar el alma.