Como premisa de esta historia tenemos a un hombre. Un hombre que mira un partido de fútbol, alejado del grueso de la gente que se concentra en la única tribuna que hay en aquella cancha. La tribuna en cuestión es una grada alta que por su antiguedad se yergue por andamios y tablones de madera que corren a lo largo de uno de los laterales y la particularidad que tiene, pese a que la hayan construido hace más de 30 años, es que nunca fue terminada. El diputado provincial que comenzó a financiarla cuando perdió su banca en las elecciones del 89’ se mandó a mudar y nadie más pudo continuarla. Hicieron colectas, bonos contribución, pero nunca lograron juntar lo necesario. Es por eso que la tribuna arranca en una de las esquinas de la cancha, la corre a lo largo, y cuando le faltan unos veinte metros para llegar al otro extremo deja de ser. Los tablones escalonados se cortan repentina y desproporcionadamente y no hay nada entre ellos y el abismo que los separe. De todos modos, esto nunca ha sido un problema para el club, dado lo atípico que resulta que el Deportivo juegue a cancha llena.
Esa tarde sí, esa tarde es de las peculiares en las que el Deportivo juega a cancha llena, y en eso se explica que el hombre esté en uno de los costados de la tribuna, más bien sobre la parte baja. Como los achaques del tiempo han hecho que sea incapaz de soportar los noventa minutos parado, cuando se ubicó buscó algún paravalanchas aledaño del cual apoyarse con sus codos. Si fuera por él, estaría sentado, como hace la gran mayoría de los fines de semana que va, pero esta vez el contexto lo obliga. Su equipo pelea el descenso y está jugando un partido trascendental por la permanencia, por lo que su arquetípica costumbre de estar sentado a lo alto de la grada con un mate y una bolsa de galletitas a sus pies se ha visto dinamitada. Hoy en la entrada lo cachearon unos polícias uniformados y es por eso que cuando salió temprano de su casa ni se le cruzó por la mente ir con el termo al partido. En eso se explica —entre otras cosas— lo poco simpático que le resultan este tipo de tardes, que acaparan totalidad de la atención de la pequeña ciudad en la que vive. En tardes como estas las personas que suele tener de vista y con las que acostumbra a conversar desaparecen. O no, no desaparecen, pero se opacan, se marginan, resultan una sociedad menor. Porque en tardes así otro grupo mucho más numeroso acostumbra a copar la tribuna y darle más fiesta al asunto. Es por eso, dada la cantidad de gente que hay en esa humilde tribuna de futbol regional, que el hombre está parado y al ver lo que ve se siente perdido. Ni bien tuerce la cabeza sus ojos no pueden eludir a la cantidad de camisetas que abundan de los equipos grandes de Buenos Aires y porqué no también de la selección. Y es que hay algo en él, hay algo en aquella tribuna que mira hacia los baldíos municipales —que años atrás fueron de vialidad, en la época que aún llegaba el tren a la ciudad—, que le otorgan al hombre la trágica certeza de que el mundo en el que vive es distinto al que acostumbró a ver cuando era joven. Es algo obvio, creo. Algo inevitable, pero difícil de digerir para él, mientras ve a su equipo jugar un partido tan trascendental, bailando el tango aún sin tocarse con el abismo del descenso. Y es que hay un tema a lo largo de esta historia con esto de estar pivoteando de un tiempo a otro, de una costumbre a otra. Quizá los achaques que tienen sus rodillas sean la sutil representación de lo oxidados que están sus engranajes para pivotear frente a los nuevos conceptos que se van colando lentamente en su mundo. Entonces ahí lo tenemos al hombre, con sus lentes oscuros para hacerle frente a la resolana que de igual modo le frunce el rostro y con esa sensación desvaída y melancólica de la cosa, mientras su equipo no juega a nada y la tarde se sume en la opacidad de junio, gris, que con el pasar de los minutos se irá conjugando con el frio, el viento y el humo de las gargantas que, tímidamente, comenzára a salir entre las voces de la gente.
Ahora las torres de luz se han encendido, porque pasó todo el primer tiempo, el entretiempo y casi la totalidad del segundo y nada importante ha ocurrido. Tan sólo se ha oscurecido la tarde, mientras los mismos actores han estado haciendo lo mismo desde que comenzó el partido. La tribuna a lo largo del segundo tiempo ha estado mucho más tranquila porque lentamente comenzó a decantar entre la gente los escasos argumentos que tiene el equipo para sacar el asunto adelante. Como el hombre está cerca del banco de suplentes visitante, puede oír ante el silencio de la tribuna las indicaciones que salen de la zona. Escuchar a esos hombres desconocidos parecen aportarle más que continuar prestando atención al partido. Tan solo continúa con los codos apoyados y la vista perdida a la espera que el árbitro dé por finalizado aquel fiasco, y más le vale que se apure, porque los rivales ya tuvieron dos contras claras que por burros no definieron bien. Recién hicieron otra, que terminó en un centro pasado en la que uno de los volantes del Deportivo, mientras volvía, despejó sin asco hacia el córner. Habrá supuesto, el tipo, que alguien atrás suyo llegaría a cabecear, pese a que le hayan gritado que estaba sólo y que tenía tiempo. Le habrá sido una empresa compleja procesar tanta información en tan pocos segundos, por lo que —tras aquel despeje— el partido se vio sepultado en esos córners de tiempo cumplido que uno en la tribuna los palpita con la profunda sensación de que inevitablemente terminarán en gol.
Mientras tanto, los jugadores se fajan en el área y se hacen los guapos unos con otros, como la clara demostración de que la violencia es lo único que pueden aportar de sí mismos. Empujarse y sacar pecho unos con otros para canalizar la impotencia de que hacer algo loable con pelota al pie les resulte de quimérico a imposible. Ahora el pateador, tras levantar sus brazos en la esquina de los baldíos, manda el centro, mientras uno de los centrales que fue a cabecear logra desmarcarse bien y dar el testazo, haciendo reventar a la pelota en el travesaño. Uno de los del Deportivo, al ver que la pelota tras el rebote va hacia él, decide pegarle así nomás como viene y el resultado de eso es un despeje exageradamente alto que tiene como único fin terminar con semejante desgracia de partido.
Es ahora, luego de haber padecido innumerables desengaños, que el hombre toma relevancia en esta historia. Y el único motivo por el cual logra hacerlo es por el bochazo de burro indomable que ha puesto el defensor en línea directa hacia la estratósfera. Porque, hasta el momento, el hombre tan sólo ha estado en la misma tribuna hacia la cual aquel balón alto se dirigía. Tuvo que alzar la vista, el hombre, para no perderle el rastro a la pelota y entender que cuando terminase de bajar, tras el pique, se perdería por un costado.
Quizá lo que suceda a continuación sea el motivo por el cual estoy acá sentado, tratando de contar esta historia. Porque en determinadas ocasiones lo que sucede dinamita a la obviedad, a lo que debería ser, y da lugar al asombro, a las pupilas abriéndose bien grandes, sin poder creer lo que está pasando frente a uno. Porque ni bien se dio aquel despeje, hubo uno de los once tipos del Deportivo que se avivó. Hubo uno de los once tipos que dijo ché, capaz, en una de esas, ¿quién te dice que no? Pedro Ernesto Suárez se llamaba, y salió disparado del área en la que se encontraba a buscar esa pelota. Supongo que no habrá pensado, Suárez, lo alta que terminaría siendo, observando lo tanto que le costó ubicarse para recibirla. Lo común hubiese sido que el control fuera malo, huidizo. Pero no. Aunque le haya costado equilibrarse, la durmió bien. Y justo al lado de la tribuna, por lo que la gente que estaba ahí nomás de Suárez en la grada por un segundo cambió su mirada. Por un segundo cambió su modo de entornar la vista, abandonando esos ojos sumidos en la monotonía, en el aburrimiento, en la inexorable sensación de que siempre pasa lo mismo. Ahora la mirada era de “a ver qué vas a hacer”. Era de “fijate vos, porque te estoy dando una oportunidad”. Cabe señalar también que ese cambio de mirada, esa necesidad de prestar atención a lo que acababa de suceder, se dio porque luego de aquel despeje altísimo los jugadores habrán pensado que el partido se terminaría ahí, por lo que casi que ni se tomaron la molestia en volver. Lo hicieron vagamente, por el mero hecho de cumplir. Por lo que tan sólo restaba un defensor esperando, que había quedado de último hombre por si se armaba la contra. También había otro yéndole de atrás al galope, pero de todos modos no dejaba de soprender lo solo que había quedado Suárez en mitad de cancha luego de aquel destacable control. El susodicho marcador no fue un problema en el desarrollo de la jugada. Ni bien lo alcanzó se le tiró a los pies y Suárez, con la misma habilidad con la que había bajado del cielo aquella pelota, ahora la levantó lo suficiente para que el otro siguiera de largo en la barrida sin poder tocarlo ni a él ni a la pelota que llevaba a sus pies.
Es ahora, cuando ve lo que ve, que el hombre despierta y deja esa pose arrumbada que ha tenido a lo largo de todo el partido. Ahora se pone más erguido y se toma bien fuerte del caño del paravalanchas, producto de los nervios que le provocan el solo darse cuenta que Suárez está en mitad de cancha y la tiene sola solita para avanzar. El último marcador que lo espera va flotando hacia él y esto es una suposición personal, pero estimo que prefirió medirlo en vez de salir a matarlo luego de ver con qué calidad se había sacado de encima a su compañero.
Entonces hay algo que inesperadamente sacude al hombre. Algo que no sabe qué es, pero que de repente le hace sentir una impensada desconexión entre lo que está pasando en el partido y lo que pasa dentro suyo. Esto que pasa lo desconcierta, y el hombre no termina de entender qué es eso que lo disloca tanto, mientras Suárez ya avanzó bastante y está por entrar al área. El tema con el hombre es que, al segundo que queda impresionado con lo que le acaba de pasar, todo se le va, todo se le esfuma, pese a haber tenido una explosión repentina dentro suyo, un estiletazo mental con aires de infinitud, que lo deja noqueado, y tras golpearlo desaparece. No tuvo siquiera segundos para poder agondar en ello, el hombre, porque mientras tanto Suárez por su lado ya estaba llegándole a su marca.
Mientras tanto, el arquero le grita como loco a su defensor. Que lo espere, que lo mida, que continúe esperándolo, mientras ve cómo Suárez al galope ya se le viene encima. El defensor entonces le sale al achique, cerrándose un poco, buscando que lo eluda por afuera. Pero no. Por más lado que le muestre, Suárez le terminará enganchando hacia adentro y le quebrará la cintura al defensor que, por más que gire rápido y se le tire a los pies, definitivamente ya no va a llegar. Suárez queda entonces dentro del área, mano a mano, frente al último verdugo capaz de arruinarle semejante paraíso.
Ahí es, entonces, cuando el hombre lo entiende. Como si los recuerdos resultasen no ser más que efímeros segundos o situaciones concretas que nos quedan grabadas para siempre. Una imagen. El arquero saliéndole al achique, Suárez con la pelota y el defensor tirándose al suelo. Ese preciso segundo, y sólo aquel, bastó para que el hombre logre sentirse ajeno a toda aquella realidad y logre volver a esos momentos de su juventud en los que jugaba al fútbol en esa misma cancha. A ese exacto momento, pero cincuenta años atrás, en un amistoso de fin de año que jugaba con todos sus amigos, teniéndolo que marcar a Augusto, que de más está decir que siempre lo sacaba a bailar. A aquella tarde soleada, con el sol escapándose del atardecer, una pelota bajando bien alta del cielo y Augusto yendo en soledad a buscarla; el impoluto control —casi una obviedad en él— y su modo de evitar de que la pelota se fuese por la raya del lateral. El tema fue que también aquella vez quedaron tan mal parados, que sólo el hombre (en aquel entonces pibe) quedó último defendiendo, siendo el único marcador de aquella jugada. Nuestro protagonista —el mismo que cincuenta años después estará en la tribuna de aquella misma cancha— tuvo entonces que salirle a su amigo, pero midiéndolo, cosa de no pecar de tosco, de atolondrado. Adjetivos que por más que buscase eludir, siempre lo terminarían p0r describir a la perfección. Porque él, en el fondo de sus pensamientos mientras le iba al achique, sabía que su amigo —el fútbol y el pueblo lo recuerden— de algún modo terminaría ganándole el duelo. Entonces el hombre se recuerda a él esperándolo a Augusto, que acababa de controlar con su pie derecho un misil que venía del cielo. A él, volviendo hacia atrás, sabiéndose vencido, esperándolo como sea y tratando de marcarle el lado de afuera. A él, tras entender que no iba a haber forma, porque inevitablemente le terminaría mordiendo para adentro y las cartas resultarían echadas. Porque por más que hiciera cualquier cosa a su alcance, él sabía que de todas maneras no llegaría. Y esa es la imagen que le queda grabada. Él, en el piso, levantando polvo tras su barrida, viendo cómo su amigo queda mano a mano frente al arquero y cómo abre su pie izquierdo, entendiendo a continuación por sólo ver cómo este acaba de abrir el pie, cuál será el desenlace de aquella historia.
Entonces es ese preciso segundo el que poco le importa cómo concluya aquella jugada. Suficiente ya hizo Suárez hasta acá, dado que lo que acaba de recordar es mucho más que un simple gol. Ese preciso segundo es el que lo deja boquiabierto, emocionado. Ese preciso segundo, el que ha sentido que ha vuelto a ver a su amigo, aquel tan importante y que hacía tanto tiempo que no veía. Ese preciso segundo, que le demuestra al hombre que recordar es vivir, o al menos volver a vivir. Ese preciso segundo, donde se interrumpen todos sus pensamientos porque la gente grita gol y siente como un fulano de atrás va y le aplasta las costillas de un abrazo.
Diciembre 2024.
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